Tocado
Por Gillian
Ubicación
original
Fandom: Supernatural
Pareja: Sam/Dean
Traducción: Ikki
Beta: Ronna
Tercera
y última parte de la serie que comenzó con Recuerdos
y continuó en Donde
quiera que nos lleve el camino
Aún
le resultaba extraño despertarse al lado de Dean.
Sam estaba
subido a la espalda de su hermano y tenía extendido un brazo
sobre él. Ambos estaban desnudos bajo la colcha y se sintió
cómodo y calentito y poco dispuesto a moverse en un buen rato.
Pero aún
así se sentía extraño.
Quizá
era porque desde que empezaron de nuevo a viajar y a cazar juntos Dean
había dispuesto esa especie de muro a su alrededor. Sam medio
se percató al principio, pero pendiente de sus propios demonios
e intentando asimilar el giro que había dado su vida no pudo
prestar demasiada atención a aquello. Fue después, al
empezar a marchitarse el agonizante dolor por la pérdida de Jessica
y convertirse en un sentimiento de profunda pena gris, cuando se dio
cuenta de lo mucho que había cambiado su relación con
su hermano.
De lo mucho
que había perdido, tantos años separados.
Cuando eran
niños tocarse no había supuesto un problema. Dean siempre
estaba revolviéndole el pelo a Sam o echando casualmente el brazo
sobre sus hombros. Su hermano mayor, apoyando las cabezas una junto
a otra en el asiento de atrás, le había guiado en sus
primeros pasos sobre la lectura, riendo y gastando bromas incluso mientras
le corregía los fallos y le ayudaba a enmendarlos. Sam podía
acordarse lúcidamente de Dean siempre detrás, poniendo
sus brazos alrededor, corrigiéndole al apuntar y sujetándole
contra el retroceso de la pistola.
Se habían
revolcado como cachorros todo ese tiempo, peleando entre juegos para
quemar energía después de tantísimas horas en el
coche, viajando de un lado a otro por la playa o quedándose en
calzoncillos para darse un chapuzón en cualquier charca que tuvieran
a mano.
Inseparables.
Como las dos partes de un todo.
¿No
dijo Sam algo así, volviendo a su primera vez juntos, cuando
todo lo que acontecía entre ellos resultaba tan loco? Aquello
fue como sentirse un todo de nuevo. Para Sam significó que volvía
por fin a casa.
Con el premio
añadido de sexo duro, de paso.
Ahora Sam
estaba sonriente y demasiado despierto como para intentar volver a dormirse.
Con un suspiro de felicidad se giró sobre su espalda y extendió
sus largos miembros, sintiendo a Dean moverse a su lado y murmurar algo
entre dientes.
—Vuelve
a dormirte —susurró Sam, dándole un beso en su hombro
pecoso y tapándole con el edredón.
Dean murmuró
algo otra vez, pero se giró obediente y resopló sobre
la almohada, soltando todo el aire.
Sam sonrió
nuevamente, al ver las sombras que vertían las largas pestañas
sobre sus lisas mejillas llenas de pecas. Al ver el modo en que los
grandes hombros de Dean se estrechaban hacia su esbelta cintura. Ante
tanta confianza que se escondía bajo el simple acto de alejarse
un poco para dormir bajo la tutela de los besos de su hermano.
Con las manos
detrás de la cabeza Sam se tumbó y quedó con la
mirada perdida hacia las grietas y manchas de humedad del techo. Pensativo.
Con tanta
familiaridad, con tanta satisfacción y simple alegría
llegó a la misma conclusión: aún así se
sentía extraño.
Será
por esos muros, supuso. Esa muralla de no-tocar/no-hablar-de-ello que
Dean había construido entre los dos desde el mismo comienzo.
Esa que le recordaba que podían viajar juntos, cazar juntos,
pero que nunca irían más allá. Que Dean le guardaba
las espaldas y entregaría su misma vida por Sam, pero respecto
a sus pensamientos, sus sentimientos... bueno, no estaban incluidos
en el contrato.
Se sentía
algo así como aislado.
Recordar
aquellos años todavía causaba cierto dolor en el corazón
de Sam y cerró los ojos, dejando que esa oleada familiar de dolor,
de pena y culpabilidad resbalaran sobre él.
Había
abandonado a Dean y a papá. Inevitable. Doloroso. La herida curó,
pero dejó cicatriz.
Había
dejado morir a Jessica. Siempre arrastraría consigo la culpa.
Ella pagó el precio de sus deseos de llevar una vida normal y
estar a salvo de todo. Otra herida más, ésta aún
curándose. Y otra cicatriz.
Enamorarse
de nuevo. Aterrador. Doloroso. Podía sentir la soga de culpabilidad,
pues parecía que después de todo podía amar de
nuevo. Podía elegir amar a su hermano. Que a pesar del miedo
y la culpa apostaba el cuello a que no iba dejarlo pasar esta vez.
Bueno, lo
que hiciera falta para encontrarse bien y a salvo.
El dolor
pasó, como siempre hacía, y Sam abrió de nuevo
los ojos, le dolía el pecho. Pero la angustia abrasadora de aquellos
días de pérdida se había ido. Lo dejaron todo hecho
cenizas, pero pasaron, como hasta el más incoercible fuego acababa
haciendo. Se llevó todos aquellos sueños de juventud,
estúpidos, de llevar una vida segura y normal. Sam hombre, cazador,
hermano. Y ahora amante.
Lo que había
dejado atrás era a Dean.
La normalidad
y la seguridad estaban inmensamente sobrevalorados.
Necesitaba
sentirse más cerca y Sam se volvió y apoyó la mano
en la espalda de Dean, paseándola con delicadeza sobre su piel
tibia, dormida, siguiendo sus escápulas, sus amplios músculos,
restos de antiguas cicatrices. Su mano se encontró con esa zona
en la que termina la caja torácica pero aún no ha empezado
la cadera, y dobló los dedos sobre esa curva, incapaz de evitar
dejar otro beso en el arco del hombro de Dean. Sam ungió con
su lengua un lunar y se puso más cerca, apretando apasionadamente
el cuerpo contra la espalda de Dean, batiendo más rápido
el corazón al rozarle.
Extraño.
Prohibido.
—Eres
mío —rugió suavemente Sam, y Dean recibió
su aliento al despertarse y volver a la vida ante el roce de su hermano.
Sin mucho
que decir tan temprano Dean se acogió a sus manos y se entregó
al abrazo de Sam, buscando con los labios los suyos, siguiéndole
el juego mientras apretaba su cuerpo contra el de Sam y ambos gemían
desde bien hondo ante el roce de piel cálida y tersa. Como se
extiende el fuego la pasión brotaba entre ambos, se apretaban
juntos como si intentaran acercarse cada vez un poco más. Entrelazando
sus largas piernas, acariciando con manos de hombre sus amplios torsos,
comprimiéndose, retorciéndose, estrechando juntos sus
lisos tórax.
Aún
tenían amarrados los labios y para Sam aquello era todo lo que
anhelaba en esta nueva experiencia de hacer el amor. Esa homología,
esa exploración. Como si fueran adolescentes entusiasmados de
sólo besar y besar, retorciendo sus bocas casi hasta afligirse,
indagando con las lenguas, retirándolas, contorneándolas
y rozándolas. Mientras los cuerpos seguían su propia danza
sus bocas se hacían el amor la una a la otra, penetraban y acariciaban,
húmedas y suaves, daban calor y saboreaban.
Una de las
manos de Sam buscaba a tientas entre sus cuerpos, la mano de Dean ya
estaba buscándole, se entrelazaban y apretaban como si fueran
uno solo entre sus cuerpos. Sam lanzó la cabeza hacia atrás
jadeando, intentando tomar aire, gritando de la intensamente apasionada
sensación que le producía, su polla, la polla de Dean,
dios bendito, las apretaban una contra la otra, ambos moviendo sus manos,
deslizándose, bombeando, en perfecta armonía y ¿cómo
coño sabía Dean frotarle la punta de esa forma? Sus durezas,
la presión intensa de su anillo, y ahora los pinchazos al hundir
Dean su rostro por el cuello de Sam y succionar en un penetrante beso
la piel de su garganta.
La caricia
del cabello de Dean bajo su barbilla, esa boca mamándole por
la piel, esa mano, su propia mano, el ritmo. Sam se venía y Dean
se dispuso a seguirle, brotando chorros de calor entre ambos, provocando
espasmos en Sam, que rechinaba los dientes y gemía, temblando
todo su cuerpo mientras volcaba su placer, sintiendo cómo se
entremezclaba con el de Dean, impregnando sus vientres lisos, llenándoles
las manos.
Y entonces
ahí estaba la otra parte que Sam adoraba, y murmuraba su satisfacción
conforme rodaba de lado, con los brazos aún rodeando a Dean,
tirando de él hacia sí fundiéndose en el abrazo
de dos amantes. Sam se moría por ese instante más que
por cualquier otra cosa en el mundo, justo después de hacer el
amor, cuando su cuerpo no podía rebosar ya de más plenitud,
cuando podía acariciar con sus manos a Dean, acurrucarse junto
a él, envolverle con todo su amor. Sus cuerpos aún hervían
luminiscentes y todas las defensas de Dean estaban abatidas.
Y no hubo
comentarios sagaces cuando Sam olisqueó el suave pelo justo detrás
de la oreja de su hermano. Dean no tenía ningún sarcasmo
para él al deslizar Sam la mano junto a la suya, entrelazando
los dedos con los de Dean y apretando palma con palma. Dean únicamente
cerró sus largas pestañas y sonrió ligeramente
cuando Sam se acomodó junto a él y le susurró su
amor.
Sentirse
extraño podía estar enormemente sobrevalorado.
—Tío —dijo Sam, reprochando que le salpicara agua
en la cara—, me has hecho un chupetón.
—¿Sí?
—Dean asomó la cabeza por la puerta del baño y Sam
inclinó la cabeza mostrándole el cuello en el espejo.
Dean estudió el reflejo asintiendo pensativo—. No está
mal.
Sam se tiró
hacia él con las manos mojadas y Dean se retiró, riendo
endiabladamente.
Moviendo
la cabeza Sam llenó su mano de espuma de afeitar y se puso un
poco. Miró sus propios ojos frente al espejo y no pudo evitar
una sonrisa. Había valido tanto la pena.
—Ey,
¿marcaste las páginas del periódico el otro día?
—gritó Dean—. Ah, espera, ya lo he encontrado.
—¿Qué
opinas? —Sam salió del baño, quitándose la
espuma de afeitar que le había caído detrás de
las orejas.
Dean buscaba
por la página.
—¿Cabezas
decapitadas sin cuerpo flotando por una ciénaga? Esto es raro
hasta para nosotros.
—Una
cabeza —corrigió Sam, sentándose y acercándose
el portátil—. La cabeza de Rufus McGruder, merodeando por
la Ciénaga One Tree —leyó en voz alta.
—¿Cómo
merodea una cabeza?
—Acabo
de buscar cosas sobre el nombre y hay algunas leyendas acerca de ese
tío que datan de la Guerra Civil. Pero hasta la semana pasada
no eran más que eso. Leyendas sobre una cabeza flotante.
Dean se fue
al aparador y llenó dos tazas de café.
—Ajá.
—Hasta
que murió una pareja —continuó Sam— y algo
les cortó las cabezas.
—O
alguien —subrayó Dean llevando las tazas a la mesa y dejando
una delante de Sam—. Quién sabe en qué estaba metida
esa pareja. Podría ser un ajuste de cuentas, o algo con la mafia.
—¿En
Mississippi?
Dean se
encogió de hombros.
—Cosas
más raras se han visto.
—Puede
—accedió Sam cogiendo su taza y tomando un agradecido sorbo—,
pero creo que vale la pena echar un vistazo.
Dean sopesó.
—La
leyenda de una cabeza flotante. Dos víctimas de asesinato decapitadas.
Vale la pena el viaje, supongo.
—A
no ser que tengas algo mejor que hacer —dijo Sam elevando una
ceja y riendo malévolamente al ver la mirada de Dean buscar disparada
la desordenada cama.
Dean puso
los ojos en blanco.
—Y
luego soy yo el obseso sexual de la relación.
—Bueno, creo que podemos descartar la mafia del Mississippi —dijo
Dean, poniendo dos cervezas sobre la mesa y pasando una a Sam.
Sam miró
al vaso medio lleno delante de él pero se abstuvo de hacer comentarios.
—¿Hmm?
—Seh,
la camarera me ha estado contando que eran una pareja normal. Pasaron
aquí toda su vida, eran propietarios de una empresa auténtica
por herencia, ella era peluquera.
—¿Y
la camarera lo ha redactado todo para ti en una servilleta de ésas
de cóctel? —preguntó Sam elevando una ceja y poniendo
cara de curiosidad.
Las propias
cejas de Dean subieron inocentes.
—¿El
qué, esto? —contestó, mirando hacia abajo como sorprendido
de ver el cuadradillo doblado que llevaba en la mano—. Sólo
le seguía el juego, Sammy. Para sonsacarle información.
—Porque hasta ahora es eso todo lo que vas a sonsacarle —dijo
Sam por no decir algo peor, pero ya no estaba realmente preocupado.
Después de todo, ligotear era tan natural en Dean como respirar;
de hecho, estaría más preocupado el día que Dean
dejara de hacerlo.
Dean sonrió.
—¿Qué
quieres? No puedo evitar mi encanto natural.
—Vamos
a concentrarnos en el caso, ¿vale? –dijo secamente Sam
y Dean se sentó derecho y prestó atención.
—De
acuerdo, al caso. Como iba diciendo, Mindy (Mindy es la camarera), Mindy
me ha contado que la ciudad entera está impactada después
de esto. Y chúpate esta: aún no han encontrado sus cabezas.
—Lo
que es, por cierto, lo más extraño de todo. Quiero decir,
si el espíritu de Rufus McGruder les mató, ¿por
qué iba a llevarse sus cabezas? ¿No iría en todo
caso a por los cuerpos?
—Puede
que se sienta solo —sugirió Dean echando un trago de cerveza—.
Hasta las cabezas incorpóreas necesitan compañía,
¿no?
Sam movió
la cabeza frotándose el ojo.
—Ya,
lo que sea. Entonces, ¿mañana hacemos nuestro propio merodeo?
¿Vemos si podemos averiguar quién era Rufus y dónde
podría estar enterrado?
—Así
que toca fiestón desfasado de sazonar y freír —asintió
Dean—. Por lo menos nos ahorra un viajecito a la ciénaga,
tío. No estoy yo muy por la labor de limpiar lo que deja un tío
arrancando cabezas de cuajo.
—Sí,
es asqueroso —accedía Sam, pero tenía los ojos en
la enorme rubia de largas piernas que estaba limpiando mesas, bandeja
en mano. Dean la siguió con los ojos y por encima de su hombro
conforme se paraba en su mesa y recogía el vaso de Sam, que aún
tenía un tercio lleno. Dean le arrimó amablemente su propio
vaso y se lo puso en la bandeja; ella le devolvió una amplia
sonrisa llena de dientes.
—Gracias,
Mindy –dijo Dean, agitando las pestañas.
—No
me desaparezcas —ronroneó Mindy.
—Eh,
tío —dijo Sam propinándole un buen golpe con una
rodilla en la suya al alejarse Mandy—, ¿es que de pronto
no existo?
—¿Eing?
—Dean volvió la cabeza para mirarle con restos de una sonrisa
en los labios—. Colega, no puedo creer que haya dejado a estas
cositas.
—El
qué… ¿Mindy? —dijo Sam, preguntándose
si había oído bien.
—Sí,
Mindy —confirmó Dean con un suspiro—, y todas las
otras Mindys que hay por ahí sueltas. Ahora soy sólo de
“se mira, pero no se toca”.
Sam parpadeaba
mientras trataba de digerir aquello.
—No...
ahm, nunca hemos hablado sobre ello, ¿verdad? —preguntó
levemente nervioso.
Dean soltó
una risita.
—Chaval,
¿desde cuándo tenemos que hablar de ello? Sentía
cómo me clavabas los ojos como si fueran rayos láser cuando
estaba en la barra.
Sam se esforzó
en buscar palabras, pero no halló nada.
—Y
no pienses que he olvidado las miradas posesivas y todas las cosas de
troglodita que me haces en la cama.
Sam miró
alrededor inmediatamente para asegurarse de que no hubiera ninguna oreja
lo bastante cerca.
—Qué
cosas de troglodita? —siseó, indignado.
Dean puso
expresión de incredulidad.
—¿Qué
te parece lo de la otra mañana? Gruñéndome en la
oreja y diciéndome que soy tuyo.
Mierda, Sam
pudo sentir el rubor invadiéndole las mejillas. Es que a Dean,
simplemente, le encantaba matarle de vergüenza.
—Sí,
bueno, es que lo eres —dijo a la ofensiva.
Dean alzó
una ceja.
—Lo
soy... ¿en serio?
—Vaya
que sí —dijo Sam beligerante, agarrando su cerveza intacta
y bebiéndosela de un trago.
Dean frunció
los labios, procesando aquello cuidadosamente. Al final asintió.
—A
mí me vale.
Y Dean también
tenía la habilidad para aquello: darle la vuelta a un cabreo
y hacerle sonreír en un segundo.
—¿Te
vale?
Dean asintió
pensativo.
—Sep.
Mientras funcione en los dos sentidos.
—Claro
que sí —Sam asintió rápidamente—. Nada
de mujeres.
—Nada,
y no puedo creer que esté diciendo esto... nada de mujeres —accedió
Dean—. Un momento... ¿oyes eso?
Sam agudizó
el oído, ceñudo.
—¿El
qué?
—El
sonido de millones de mujeres sollozando al enterarse de que jamás
podrán tener un cachito de esto. —Dean se señaló
a sí mismo.
—¿Y
qué hay de la de hombres que no van a poder disfrutar de eso?
—preguntó Sam disimuladamente, asumiendo que era un momento
tan bueno como para cualquier otro para satisfacer una insistente pregunta.
Dean entrecerró
los ojos.
—Llevas
pensando esa pregunta desde hace ya, ¿no es cierto?
Sam se encogió.
—¿Y
bien?
—Bueno,
Sammy —dijo Dean altanero—. Los hombres no son “objetivos”
—se inclinó hacia delante y bajó la voz—:
Tú eres el único tío que voy a tener jamás
entre las piernas.
Aquellas
lascivas palabras tan suavemente pronunciadas enviaron un torrente de
otro color al rostro de Sam y Dean se descojonó malévolo.
—Bueno,
venga —murmuró Dean—. Te toca.
—Tú
eres el único hombre que he querido nunca —Sam trató
de que sus palabras sonaran tan naturales como las de Dean, pero de
algún modo le salieron graves e intensas y los ojos de Dean se
posaron en sus labios y Sam se acordó súbitamente de la
primera vez que su hermano le miró con los ojos cargados de deseo.
En aquel entonces le resultó violento y le asustó, pero
ahora le estaba poniendo tantísimo y tan rápido que emitió
un gemido tan alto que los ojos de Dean se clavaron en su boca y sus
propios labios se abrieron en un grito ahogado.
—Larguémonos
de aquí —murmuró Dean saltando de la mesa y Sam
se levantó, sintiendo que por dentro le flaqueaban un poco las
piernas. Por un momento se encontró descolocado al recuperar
la consciencia y recibir otra vez el impacto de los sonidos del bar
alrededor de ambos. Durante un instante se había perdido en su
propio mundo, junto a su hermano. Hundido en un universo de ojos azules
y labios perfectos.
Ya fuera
Dean abrió el coche, se metió dentro y abrió el
cierre de la parte trasera, abriéndose la puerta con un crujido.
Sin dudarlo, Sam se lanzó ahí detrás apartando
los jerséis y haciendo con las bolsas de papel una bola para
tirarlas del asiento al suelo y mandarlas bien lejos. Entonces Dean
ya estaba dentro, cerrando la puerta tras de ellos y echando el pestillo,
deslizándose por el asiento y acorralando a Sam contra la puerta.
Con una larga
pierna sobre el asiento y otra en el suelo, Sam se lanzó y agarró
los hombros de Dean, sus labios, buscando y encontrando, con el aliento
entrecortado y agitado de Dean sobre el pecho conforme alcanzaba con
las manos su trasero, medio elevándolo medio arrastrándolo
hacia sus muslos. Sam cerró las piernas rodeando a su hermano
mientras se comían la boca poseídos, balanceándose
hacia delante y gimiendo quejidos al no poder encontrar la fricción
y el calor que anhelaba.
—Espera
—murmuró Dean deslizando sus manos por lo alto de la espalda
de Sam y bajándole. Obediente, Sam se recostó con las
manos alzadas detrás mientras Dean acariciaba sus costados y
los rodeaba hasta el medio, levantándole la camisa y apretando
hacia la candidez de su vientre liso. El estómago se le agitó
con fuerza cuando Dean empezó a desabrochar el botón y
la cremallera de sus tejanos, tirando para aflojar la desgastada y vieja
tela y dejando al descubierto los bóxers de Sam. Sam se arqueó
al tirar Dean del talle de las dos prendas hacia sus angostas caderas,
suspirando de placer conforme su hermano rezagaba los nudillos por su
piel.
—Dios,
Sam —gimió Dean, y sus frentes se encontraron y reposaron
apoyadas mientras ellos miraban fijamente abajo a la palpitante y rosada
polla de Sam, cada vez más gruesa y dura ante sus ojos. Con el
pecho elevándose y descendiendo intensamente Sam alcanzó
a ciegas la camisa de Dean y se metió debajo, rebuscando y hallando
la tibia piel de su barriga.
—Sam...
—susurró Dean, acariciando con su aliento a cerveza fría
el rostro de Sam—, quiero... —Dean se relamió los
labios y Sam se ahogó en su propia respiración, abriendo
desorbitadamente los ojos. Apenas era capaz de respirar al resbalar
Dean asiento abajo hacia sus rodillas para meterse entre sus piernas
repentinamente reblandecidas. Todo lo que pudo hacer fue engancharse
a los hombros de Dean cuando sus dedos bajaron delicadamente sus prendas
más aún y abarcó a manos llenas sus estilizadas
caderas, rebuscando con los pulgares y apretándolos en sus tiernas
curvas.
—¿Estás…
estás seguro? —balbuceó Sam, aunque no sabía
lo que iba a hacer si Dean cambiaba repentinamente de opinión.
La intensa
expresión de Dean se desvaneció un instante e inclinó
hacia arriba el mentón, buscando y encontrando los ojos de Sam.
—Sí
—dijo simplemente—. ¿Tú?
La contestación
de Sam fue lanzarse con dedos temblorosos en busca de su quijada y acarició
en toda su longitud el ruborizado maxilar de Dean, describiendo el camino
que sus labios adoraban besar, revolviéndose por su suave cabello
y virando hacia su nuca. Con la presión más delicada que
existe arrastró a su hermano hacia él, y Dean lamió
sus labios y se dejó igualmente arrastrar.
Sam quería
observar, más que nada en el mundo quería ver separarse
aquellos labios perfectos y asomar la lengua de Dean. Pero cuando la
mano de Dean se enredó por toda su envergadura y sintió
impactar su respiración por toda la palpitante piel Sam sólo
fue capaz de cabecear hacia atrás tensando los músculos
y luchando por controlarlo. El ardiente calor de la boca de Dean al
sepultar su cabeza en él fue casi más de lo que podía
soportar y empezó a gimotear y a gritar al explotar tantas sensaciones
por todo su cuerpo, más intensas que todo lo que jamás
había conocido.
Trató
de chillar un aviso pero Dean estaba muy por delante de él, retirándose
e introduciendo su otra mano en juego, bombeándole fuerte mientras
Sam se arqueaba y sacudía reventando hacia su propio vientre,
salpicando por todos los dedos de Dean conforme aquellas habilidosas
manos se ralentizaban y suavizaban el ritmo. Escalofríos le estremecieron
por todo el cuerpo y se aferró a los hombros de Dean arrancándole
hacia sí y temblando al perderse por su vientre la carne totalmente
expuesta de Dean.
Derrumbándose
hacia un lado desplazó a Dean debajo, poniéndose encima
de él y descubrió todo un nuevo placer. Pues mientras
su propia pasión hervía a fuego lento ahora era capaz
de aferrarse a Dean, degustar cada sonido y sensación conforme
Dean le apretaba contra sí, mordiéndole la garganta, clavándose
en él. Sam rebuscó entre sus cuerpos, deslizando los dedos
por su anterior corrida antes de tomar posesión de la polla de
Dean y apretarla más fuerte, guiando con otra mano su cadera
mientras su hermano gemía y se follaba el estrecho canal que
elaboró con el puño.
Amor y ternura
a partes iguales le invadieron al temblar Dean y correrse sobre él.
Buscando los labios de su hermano, Sam se apropió de sus suaves
gemidos casi gritados y se los tragó completamente, repartiendo
amplias caricias por la agitada espalda de Dean en cuanto se desplomó
sobre él.
—¿Sabes? —dijo Dean, pensativo—. Uno podría
llegar a acostumbrarse a esto.
La tele estaba
encendida, su caótica luz rebotaba por las esquinas de la oscura
habitación. Dean estaba apoyado sobre el cabecero acolchado de
la cama, Sam desparramado entre sus piernas con la espalda en el regazo
de Dean, colgando la cabeza sobre su hombro mientras veían un
programa de horror de ésos de madrugada.
—¿Qué?
—Sexo
habitual —respondió elegantemente Dean.
—Hmm
—accedió Sam, bostezando y acurrucándose hacia atrás
entre sus cálidos miembros relajados.
—Y
no lo subestimes. Tratándose de un tío maduro de 27 años
que nunca ha disfrutado de sexo habitual (al menos no con la misma persona)
es un buen piropo.
Sam consideró
aquello.
—Nunca
lo había pensado de esa forma.
—Pero
se tarda un poco en acostumbrarse.
—Ya,
pues no lo parece. Créeme, te has adaptado como un pato al agua.
Dean dio
un respingo con el pecho y empezó a reír y Sam aguantó
tan sutil gesto.
—Te diré lo que más o menos me ha pillado por sorpresa
esta noche —susurró al oído de Sam—: cómo
me he sentido cuando has admitido que jamás habría otro
hombre salvo yo.
Sam se dio
cuenta del placer que sentía en su propia posesividad ante semejante
revelación de Dean y se estremeció.
—Tío,
si hasta me ha puesto cachondo que no veas. Nunca me había pasado
que de repente me importara lo más mínimo con quién
había estado un amante mío antes de mí. Pero que
tú hayas dicho… ya sabes. Lo que has dicho —Dean
resopló—. Eso simplemente me ha dejado sin aliento.
—Creía
que era yo el que se quedaba sin aliento —no pudo evitar decir
Sam, y Dean desde luego tampoco pudo resistir el impulse de hacerle
cosquillas justo donde más sensible era y Sam se retorció
riendo. Dean cedió y cambió de cosquillas malvadas a suaves
caricias y Sam cubrió las manos de su hermano con las suyas,
recogiéndolas posesivamente junto a su vientre.
—Somos
la primera vez el uno del otro —dijo Sam satisfecho.
Dean se echó
a reír, muy chulo.
—Tres
puntos más para el hermano mayor —soltó— pero,
tío, en serio, de todas las cosas en las que te he iniciado,
ésa no estaba prevista precisamente.
—Estaba
pensando lo mismo antes —meditó Sam—: en cuando me
ayudaste a aprender a leer, y me enseñaste a nadar, y a apuntar
con el arma.
—Primeros
pasos, primera vez yendo al baño, primer día de escuela.
Sam torció
la cabeza y se quedó mirando a su hermano, indignado.
—Ni
de coña me enseñaste a ir al baño.
—Como
bien recordarás —se mofó Dean—, era como de
plástico y tenía una forma parecida a una tortuga. Tú
lo llamabas popó.
—Ni
de coña.
—Vaya
que no… —contestó Dean, engreído—. Y
yo era el encargado de salir corriendo y pillarte cuando ponías
esa cara medio bizco que significaba que necesitabas ir. Y mientras
estábamos ahí, ¿quién crees que te enseñó
a apuntar bien el pajarito cuando fuiste grandecito para usar el meadero
de los mayores?
—¿Te
lo estás inventando todo, no? —preguntó Sam.
—Oye, son recuerdos que guardo con cariño para mí.
La primera vez que te apañaste para ir sin regar todo el baño
saliste corriendo y llevaste a papá para que lo viera. Estabas
tan orgulloso.
Sam movió
la cabeza sin creérselo todavía del todo.
—Mira,
esa es otra cosa que estaba pensando antes. Tú y yo… todos
esos recuerdos. Y ahora estamos juntos, así. Aún resulta
un poco raro.
Dean se quedó
callado un largo rato y Sam se mordió los labios preguntándose
si había debido admitir aquello.
—¿Demasiado
raro?
Sam negó
intensamente, apretando con fuerza las manos de Dean.
—No.
Es… es una especie de rareza, pero en bueno —admitió,
echándole Dean una mirada. Su hermano mayor tenía la cabeza
inclinada y le estaba mirando con curiosidad—. ¿Sonaría
como un pervertido total si admito que, de algún modo, me pone?
—dijo Sam presto—. ¿Tanta emoción de lo prohibido
y tal? —Aguantó el aliento.
Dean apretó
pensativo sus labios y entonces asintió.
—Sí,
eres un verdadero pervertido.
Mantuvo la
cara seria unos tres segundos y entonces lanzó a Sam una de esas
miradas para ver si se lo había creído y Sam le dio un
codazo en el estómago y se volvió para plantarle cara.
—Serás
gilipollas, pensaba que iba en serio.
Dean soltó
una carcajada y le dio una colleja.
—Es
que resulta tan fácil —alardeó— claro que
lo pillo, capullo. Estoy aquí a tu vera, ¿o no? ¿Te
crees que me pondría tan rápido y tan cachondísimo
con cualquiera?
Sam dio un
grito ahogado de asombro y Dean le dio otro cogotazo y le cerró
delicadamente la boca abierta.
—Dime
que no has estado comiéndote la cabeza con esto —preguntó
Dean, y Sam se encogió un poco.
—No
—dijo, no del todo honesto—. ¿Tú no te sientes
también así?
Dean le apretó
contra él y curvó los brazos sobre los hombros de Sam,
acariciándole con los dedos y apretándolos firmemente
después.
—Cada
vez que estamos así, juntos, tío, siento algo así,
ya sabes —admitió en voz baja—: es Sam el
que me está tocando. Es Sam a quien estoy tocando.
Sam tragó
saliva; casi cerró los ojos al ir filtrando las palabras.
—Ya
—respiró—. Así son las cosas. Las manos de
Dean, los labios de Dean... —respiró profundamente y entonces
sonrió, sensual—. Es mi olor sobre ti, tu olor en mí.
Dean oscureció
los ojos y asintió, convencido.
—No
sé por qué me pone tanto, pero me pone —tiró
del hombro de Sam y le arrastró hacia atrás hasta que
tuvo la cabeza recostada en el hombro de su hermano mayor—. Es
como tú dices, supongo. El morbo de que esté prohibido.
—Sí
—convino Sam, cerrando los ojos. Sintió el suave roce de
los labios de Dean sobre su frente y sonrió ampliamente—.
Me tranquiliza que no sea solo yo.
—Estoy
aquí a tu lado, hermanito.
—Aquí
está —dijo Dean, mirando con detenimiento el microfilm
en la pantalla. Sam se inclinó desde la suya, quedándole
la cara iluminada por un fuerte resplandor.
—¿El
artículo del periódico?
—Sí,
Rufus McGruder. Parece que era un asunto importante por entonces. Un
chorro de putos yanquis asaltaron su propiedad y se llevaron todo el
ganado. También liberaron a sus esclavos.
—¿Y
le cortaron la cabeza?
—Aquí
no dice nada de eso, sólo que fue asesinado —Dean pasó
una página—, y que fue enterrado en el solar familiar.
Pero no dice dónde está.
—El
registro de la parroquia nos lo dirá —dijo Sam, haciendo
un gesto hacia su monitor—. Ahora sólo necesitamos investigar
si la propiedad y el cementerio aún existen.
Estaban de
suerte, la casa era propiedad de una organización para la preservación
local, y el cementerio de la época de la Guerra Civil guardaba
los huesos de muchos héroes de Guerra, aún abierto al
público, colindante al cementerio actual. Ese mediodía
se unieron a una visita guiada que ofrecía la organización,
caminando por el tranquilo césped del cementerio con una guía
voluntaria y otra media docena de turistas.
—Hemos
leído algo sobre Rufus McGruder —dijo Sam educadamente
cuando pararon a la sombra de un inmenso magnolio. Los otros turistas
se animaron y asintieron interesados; no así la guía,
que apretó los labios, molesta.
—Esa
vieja leyenda —le quitó importancia—. Nadie daba
un duro por ella hasta que los Wexler fueron asesinados.
—¿Alguna
vez lo ha visto? —preguntó efusivo uno de los turistas—.
¿Al fantasma?
—Bueno
—dijo la guía, percibiendo el interés del grupo—,
nunca lo he llegado a ver por mí misma. Pero conozco a un par
de compañeros que juran haberlo visto. Sólo una cabeza,
plateada y brillante, pululando por ahí en la oscuridad.
Sam le plantó
a Dean una mirada y su hermano alzó la ceja y puso expresión
escéptica.
—Pero
nunca antes había muerto nadie, ¿no? —dijo con voz
de aburrimiento, y la guía frunció el ceño de nuevo;
parecía simplemente fastidiada de oír desmerecer la leyenda
local una vez habían solicitado escucharla.
—No
hasta donde yo sé —dijo, cortante— pero, hasta entonces,
nunca antes habían intentado comprar estas tierras a la sociedad
de preservación —dijo, triunfante—, que era lo que
la compañía de Larry Wexler pretendía antes de
que él fuera asesinado.
—Ooh
—exclamaron los turistas impresionados.
—¿Querían
comprar el cementerio? —sondeó Sam, interesado de repente.
—Y
las tierras de alrededor —confirmó la guía—.
Pero ya no va a pasar, puesto que el pobre Larry está muerto,
¿verdad?
Sam cambió
una significativa mirada con Dean.
—Supongo
que no.
—¿Por
qué dos metros? —gruñó Dean, sacando otra
pala llena de mugre de lo alto del viejo ataúd—. ¿Por
qué no uno, o uno y medio?
Sam saltó
fuera del boquete y desenroscó la tapa de un bote de sal de roca
mientras Dean quitaba un par de palas más de tierra y atizaba
con ella, quebrando al momento la vieja madera desgastada. Apartó
los fragmentos y Sam iluminó con la linterna la tumba abierta.
—Vaya
—dijo Dean, sorprendido. Los huesos estaban, curiosamente, en
muy buenas condiciones para sus años, pero no era aquello lo
que había su atención. El viejo Rufus yacía bien
apilado en la caja, pero su calavera no estaba sobre los hombros, estaba
firmemente apoyada entre los largos huesos de los muslos—. ¿Quién
haría algo así?
—Los
antiguos celtas solían enterrar los cuerpos de sus enemigos asesinados
de esta forma —caviló Sam, pasando el haz de la linterna
por toda la tumba—. Era un insulto.
—Yo
pensaba que cortar la cabeza de alguien ya era insulto suficiente —observó
Dean, saliendo él mismo del hoyo y cogiendo gasolina de mechero.
—¿Te
acuerdas de lo que dijo la guía, que Rufus tenía fama
de ser cruel con sus esclavos?
—¿Y
cuán cruel tenías que ser en aquellos días para
ganarte una reputación así?
—Igual
le enterraron los esclavos, o al menos lo dispusieron así en
el ataúd —reflexionó Sam—, y fue una forma
de vengarse.
—Está
claro que le ha tocado las narices durante los últimos cien años.
Saquémosle de su trauma.
Sam espolvoreó
la sal y Dean vertió el líquido de mechero para luego
tirar sobre aquella guarrada un fósforo prendido. Todo el depósito
de viejos huesos raídos prendió en el lecho abierto, danzando
las llamas brillantes conforme ardían los huesos y se veían
reducidos a ceniza y polvo.
—Bueno...
—comenzó a decir Dean, y entonces Sam se percató
de que había otro tipo de luz, un blanco azulado que le llenaba
la vista y casi le hacía daño, cegándole. Cuando
entrecerró los ojos y éstos se adaptaron vio a Dean clavado
en su sitio con una figura flotando hacia él, sobre la tumba
abierta, como si no importara que estuviera aún ardiendo. Acercó
las manos y la figura se apartó a una inusitada velocidad. Cuando
Sam pudo coger a tientas la escopeta de su bolsa la figura se había
desvanecido en un golpe de luz y Dean había caído sobre
sus rodillas.
—¡Dean!
—bramó Sam, cayendo a su lado y agitando sus mustios hombros.
La cabeza de Dean renqueó sobre sus hombros un instante y Sam
le meneó otra vez, más fuerte, atravesado por el miedo—.
¡Dean!
—Joder
—gruñó Dean, y Sam volvió a respirar, alzando
a su hermano firmemente con una mano y alcanzando su barbilla con la
otra, cogiéndola, levantándola hasta que pudo mirar en
las hendiduras de sus ojos.
—¿Dean?
háblame, tío. ¿Estás bien?
—Me
ha besado —dijo Dean, abriendo desmesuradamente los ojos. Alzó
la mano y se restregó bruscamente la boca—. ¿Lo
has visto? La muy zorra me ha dado un beso.
—¿No
era Rufus McGruder?
—No,
a no ser que llevara un vestido cruzado —saltó, sarcástico,
Dean—. ¿No la has visto, Sam? Era una chiquilla, una muchacha
joven. ¿No la has visto?
—He
visto una figura —dijo Sam sentándose, aliviado—.
Pensaba que habíamos pasado algo por alto y que el viejo Rufus
había venido a arrancarte la cabeza.
Dean movió
la cabeza.
—No
era de la Guerra Civil, nene —dijo con firmeza—. Llevaba
una camiseta y aparato de dientes y… —se fue apagando, con
la mano sobre la cabeza.
—¿Qué?
—preguntó con ansia Sam.
Dean movió
la cabeza, mirando alrededor como para percatarse de que estaba en tierra.
—Vámonos
echando leches de aquí. De pronto me asquean los cementerios
en mitad de la noche.
Se irguió
rígido dejando que Sam le ayudara cogiéndole del codo.
Sam metió todas las cosas en la bolsa grande y se la echó
al hombro antes de sostener a Dean por un costado para que pudiera andar
y volver por la oscuridad hacia la carretera y hacia el coche. Dean
se detuvo al caer en la cuenta de algo.
—Tenemos
que volver a enterrar la tumba .
—Que
le den —dijo Sam, cogiéndole de nuevo del codo y arrastrándole
hacia el coche—. Hay un montón de turistas idos de la cabeza
por ahí a los que echar la culpa.
Ya en el
coche Dean se dejó ayudar para entrar al asiento de pasajeros
y cayó encima del mismo cerrando de un golpe la puerta y exhalando
un suspiro de alivio. Sam corrió al asiento del conductor y se
metió también.
—Bueno,
ha sido raro —enunció Dean.
—¿Me
lo dices o me lo cuentas? –convino fervientemente Sam—.
me has dado un susto de irme patas abajo, tío. La última
vez que te desplomaste de esa forma despertaste sin memoria.
—Pues
esta vez me he despertado con demasiada —dijo Dean agachando la
cabeza, y Sam le miró ceñudo.
—¿Cómo?
—Cuando
me besó, tío, tuve como flashes. Como si ella quisiera
algo de mí. Fuera lo que fuera, chaval, estoy seguro de que me
estaba metiendo algo en el coco.
—¿El
qué? —preguntó Sam, alarmado— ¿Qué
te ha metido en la cabeza?
—Recuerdos,
imágenes, no sé —dijo Dean buscando las palabras
más indicadas—. Es una sensación de lo más
extraña, Sam. Tener recuerdos en tu cabeza que no has visto con
tus propios ojos.
—Cuéntamelos.
Dean resopló.
—Es
verdad, se me había olvidado. Oye, tú eres el psíquico
aquí. ¿Cómo es que vino a por mí?
—Y
yo qué sé. Bueno, ¿qué te dijo?
—Nada
en palabras, eran sólo fotos en mi cabeza. Una casa amarilla,
con rosas en los escalones. Una habitación con una alfombra.
Olor a violetas. Como… como el de una anciana, ¿sabes?
Fragancia de violetas.
—¿Algo
más?
—Un
huevo más, pero nada que pueda distinguir con nitidez. Eso como
si su vida hubiera pasado ante mis ojos, ¿sabes? Y no fue una
vida muy larga… era sólo una cría.
Sam asimiló
todo aquello y lo empezó a digerir.
—Deberíamos
ver si podemos averiguar quién era. Puede que quiera algo de
nosotros. —Inclinó la cabeza—. ¿Sentiste como...
sentiste como si intentara hacerte daño?
—No
—respondió Dean rápidamente—. No había
nada malvado en ella. Sólo parecía… triste.
Sam soltó
un gran suspiro.
—Vale,
volvamos al modo investigación. —Encendió el coche—.
¿Seguro que estás bien?
—¿Aparte
de un apasionante caso de labios de espectro? —Se encogió
de hombros—. Sólo extrañado.
—Entonces,
¿así es más o menos como te sientes cuando tienes
visiones?
Sam bajó
por la página y después pulsó el botón de
“volver” para introducir otra búsqueda.
—Añade
un dolor abrasador y unas punzadas impresionantes en la cabeza después
y se acercará bastante.
—Aún
no pillo por qué me escogió a mí —caviló
Dean—. Espera, vuelve atrás.
Una pequeña
foto llamó su atención y Sam retrocedió hasta que
apareció un artículo.
—Presunto
autor de los asesinatos de adolescentes declarado culpable —leyó
Sam. Comprobó la fecha—. Mary Jo Koenig, 16 años,
cuyo cuerpo fue encontrado con un típico atuendo de fiesta juvenil.
Data de septiembre de 1988.
—Es
ella —dijo Dean, estudiando la foto ampliada—. Tío,
de verdad que es ella.
—Hace
18 años —observó Sam, leyendo el artículo
por encima—. No entiendo nada. Encontraron al asesino, hasta confesó
el asesinato. ¿Por qué iba a acudir a ti si no buscaba
ayuda?
Dean encogió
los hombros.
—¿Y
a mí qué me cuentas?
—Pero
¿por qué yo? —preguntó esa misma noche, algo
más tarde, mientras se metían juntos entre las mantas.
Sam estaba a su espalda y Dean dibujaba embelesado sobre la superficie
de su pecho, apoyando el mentón sobre el esternón—.
¿Porqué su espíritu vino a mí?
Sam pensó.
—¿Dices
que parecía triste?
—Eso
creo —pensó Dean—. Solitaria. Dios, quién
no lo estaría, merodeando ese lugar vacío y viejo durante
18 años. Pero aún así me gustaría saber
por qué a mí.
—No
te preocupes, estoy seguro de que no volverá a pasar.
Era otro
cementerio a medianoche y Sam huía de un demonio por las viejas
lápidas rotas.
—¡Dean!
—llamó, y Dean salió de detrás de una estatua
de ángel y apuntó. Sam se tiró a un lado al materializarse
la figura sombría y ésta emitió un aullido antinatural
justo cuando Dean la atravesó con frío hierro forjado.
De una sacudida explotó en mil trozos y se desvaneció
en un nubarrón de polvo oscuro.
—¡Te
cogí! —sonrió diabólicamente Dean, descansando
el arma sobre su hombro—. ¿Estás bien?
Sam se alzó
sobre sus pies y se limpió la hierba de los vaqueros.
—La
próxima vez tú lo arrastras fuera de su escondite y yo
disparo —decidió.
—Parece
que estás un poco bajo de forma, Sammy. Necesitas más
ejercicio.
—Hago
un montón de ejercicio —estaba diciendo Sam, pero se quedó
helado al iluminarse las piedras alrededor de ambos con una luz sobrenatural
y sentir un zumbido grave en sus oídos—. ¿Qué
narices...? —soltó, al destellar la luz y tener que cubrirse
los ojos ante ella.
Entonces
la luz empezó a debilitarse y pudo ver más claramente.
Esta vez no era una adolescente; era más alta, esbelta, larga
melena cayendo por la espalda, arrastrando por el suelo la falda translúcida
de su vestido. Posaba la mano en la cara de Dean y se podía leer
el miedo en ella, a la vez que se le doblaban las piernas, al tocarle
el espectro. Ignorando las ardientes luces tras sus párpados
Sam echó a correr hacia ellos embistiendo la posición
de su opaca silueta y agarrando a Dean por los hombros al derribarle.
Desapareció
la luz a su alrededor y también la esbelta sombra, y Dean se
desmoronó en su arremetida como una marioneta a la que cortaran
los hilos.
—¿Dean?
—Sam sujetó más fuerte a Dean mientras le agitaba
los hombros y abarcaba su rostro con una mano. Dean estaba pálido
y su aliento entraba y salía violentamente—. ¿Dean?
Pero Dean
no se despertaba y entre maldiciones Sam le levantó en brazos
gruñendo por el peso. Trastabillando por la hierba húmeda
cargó a su hermano en la oscuridad hacia la carretera. De pronto
Dean se agarrotó entre sus brazos y Sam lo bajó hasta
la acera rota, sosteniéndole por los hombros mientras agitaba
la cabeza y empezaba a despertarse.
—Que
me follen —perjuró Dean. Estaba temblando y Sam puso su
brazo alrededor de su agitado cuerpo más ceñido—.
Me cago en la hostia puta. ¿Qué cojones ha sido eso?
—¿Creerías
que ha sido otro fantasma ligando contigo? —dijo Sam acariciando
el rostro de Dean y notando alarmado el frío anormal de su piel.
Había sombras bajo los ojos de Dean y sus labios se estaban poniendo
cianóticos—. Vamos otra vez al coche y a calentarte.
—Me
ha besado —tartamudeó Dean mientras Sam le ayudaba a llegar,
cojeando, al coche, y le dejaba apoyado en él para abrir la puerta
de atrás y sacar una manta. Sam la extendió y cubrió
los hombros temblorosos de Dean. —Mierda, Sammy, no consigo entrar
en calor.
Sam se acercó
e intentó calentar el cuerpo de Dean con el suyo propio, pero
el enfriamiento no se le pasaba.
—Hay
un calentador en el motel —dijo toscamente, abriendo la puerta
de delante y depositando a Dean en el asiento—. Aguanta, Dean,
iré lo más rápido que pueda.
—¿La
has visto? —dijo Dean entre sus castañeteantes dientes.
—Ya
ves, mucho mejor que a la otra.
—Yo
también —dijo Dean—. Joder, ¡el rollo que me
ha metido en la cabeza! —Dean se estrechó más en
la manta—. Podía oír y hasta oler todo, Sam.
—¿Qué
te ha enseñado?
—Su
muerte —dijo Dean, entonces cerró los ojos y encorvó
los hombros—. Me siento como si nunca más pudiera volver
a sentir calor.
De vuelta
en la habitación del hotel Sam se desnudó e hizo lo mismo
con su hermano para abrir los grifos hasta que el agua estuvo lo más
caliente que pudo aguantar. Sujetando fuerte a Dean se puso bajo el
chorro; le costó aguantar un grito al sentir cómo agujas
de agua hirviendo invadían su piel. Pero Dean gemía de
alivio, girándose hacia el agua y poniendo la cara bajo la cascada.
Poco a poco
desaparecieron los temblores conforme se movía bajo el agua caliente,
y Sam le pudo dejar a sus anchas cuando la piel se le acostumbró
al hirviente calor.
—¿Mejor?
Dean dio
un profundo suspiro.
—Por
fuera —confirmó; ya no tenía los labios doloridos
y azules—. ¿Qué demonios está pasando, Sam?
Secado ya
con la toalla y enrollado en un tibio chándal y una mant,a Dean
se sentó en el borde de la cama y sorbió su café.
—¿Me
lo puedes explicar?
Dean asintió
con la cabeza.
—Sí,
creo que sí. Fue como ser Mary Jo por un segundo. Toda su frialdad,
y los recuerdos que me metía en la cabeza. Entonces comenzó
el dolor.
—¿Dolor?
—Fue
demasiado, tanto dolor, ella estrujándolo todo en mi mente de
esa forma. No sé, quizá me resistí.
—Todo
pasó muy deprisa —retomó Sam—. Sólo
estuvo sobre ti unos instantes, Dean.
Dean parpadeó
sorprendido ante aquello.
—Se
me hizo mucho más largo —reveló.
—¿Intentó
hacerte daño?
Dean agitó
la cabeza.
—No
—dijo, ceñudo—, estaba triste, como Mary Jo. Pero
también desesperada. Apretando todo aquello hacia mí,
haciéndome daño. Era como… —Dean fue apagándose
y Sam se acercó y posó una mano dulcemente sobre su pierna.
Sonaba como una violación, y una bien dolorosa y aterradora—.
¿Por qué ha tenido que pasar otra vez? —susurró
Dean, serio.
—No
lo sé —contestó sombrío Sam—. Pero
creo que necesitamos ayuda, Dean. Ya sabes, ¿quizá Missouri?
Estamos a sólo un par de horas de Kansas.
—¿Estás
de coña? —exclamó Dean incrédulo—.
Nos echaría una sola mirada y lo sabría todo, Sam.
Sam tuvo
que asentir.
—Sí,
probablemente.
—Y
vale que a ti no te importe, ella te adora. Pero… ¿yo?
Ésa tiene un cucharón de madera con mi nombre escrito
en él y no dudará en usarlo.
—Vale,
puede que me pase por allí. Joshua mencionó una vez que
tenía un amigo psíquico por Sioux. Lo mismo puede dilucidar
qué está pasando aquí.
—Por
qué me he convertido en un imán de fantasmas —dijo
Dean, cargado de pesimismo—. Ésta es la clase de cosas
que rizan el rizo de nuestro curro.
—¿Te
sientes mejor? —dijo Sam, notando que las manos de Dean dejaban
de temblar.
—Me
sentiré mejor cuando descubramos por qué está pasando
todo esto. Y por qué ahora.
—¿Podría
tener algo que ver con la maldición? —saltó Sam—.
Quiero decir, ¿qué más ha ocurrido recientemente?
—He
empezado a acostarme con mi hermano —replicó Dean—.
Quizá es todo culpa tuya. Me has infectado con tus gérmenes
psíquicos.
—Claro,
eso mismo —espetó secamente Sam—. Samonelosis.
¿Vas a contarme ya lo que te mostró?
—Ésa
es la parte extraña —exclamó Dean—. Era vieja,
Sam, realmente vieja. Todo el rollo que me enseñó era
como del siglo pasado. O del siglo anterior incluso. Tío, había
coches de caballos.
—Eso
sí que es raro. ¿Cómo se supone que vamos a ayudarla
si fue asesinada hace cientos de años?
—No
fue asesinada, Sam. Se ahogó, en agua helada. Creo que se suicidó.
—Dean se estremeció, y esta vez no era del frío.
—¿Así
que, una vez más, un espirito sintoniza contigo sin razón
aparente? ¿Qué narices está pasando?
Joshua les
dio el nombre de un amigo en Sioux que quizá podría ayudarles,
y en una hora habían hecho las maletas y estaban en camino, ambos
de acuerdo en no pasar ni siquiera lo que quedaba de noche en la ciudad.
Conforme conducían a través de Kansas, Sam echó
una mirada a Dean y su hermano negó con la cabeza.
—Ni
se te ocurra, chaval.
Así
pues condujeron toda la noche y el día siguiente, llegando así
a Sioux agotados y entumecidos. Escogieron un restaurante de estilo
familiar y se adaptaron pesarosos a sus bancos. Sam pidió para
los dos mientras Dean se excusaba para ir al baño, y después
de recoger su pedido Sam extendió un mapa del sitio y localizó
la calle a la que les habían remitido.
Estaba preguntándose
si instalarse en un motel y llamar al amigo de Joshua por la mañana
cuando alguien chilló detrás de él. Sam dio un
bote a tiempo para ver a un Dean envuelto en luz blanco-azulada, que
se quedaba tieso y se derrumbaba sobre sus piernas.
—¡Llamen
a una ambulancia! —bramaba alguien mientras Sam forcejeaba entre
la multitud para agacharse al lado de su hermano. La luz se disipó
como una brisa helada y Sam tembló al sentir el frío de
la piel de Dean con su mano. Todo el mundo aún parloteaba y exclamaba
cosas a su alrededor pero toda la atención de Sam estaba concentrada
en su hermano. Dean no respiraba.
Alguien le
tocó en el hombro. pero él se lo quitó de encima
para extender hacia atrás la cabeza de Dean y taparle la nariz.
Le cogió la boca y sopló en ella una vez, dos veces. Alzó
la cabeza para escuchar, desesperado por oírle respirar, pero
Dean aún estaba como muerto. A su alrededor el restaurante quedó
en silencio, salvo por el murmullo de alguien rezando detrás
de él.
—Vamos,
Dean —imploró Sam, juntando sus manos sobre el pecho de
su hermano y empujando, intentando que la sangre empezara a bombear,
que el corazón le volviera a latir. Ahora alguien lloraba por
ahí, pero él no prestaba atención, inclinaba la
cabeza de Dean hacia atrás y forzaba su propio aliento a llenar
los pulmones de su hermano, observando cómo se elevaba su torso,
una vez, dos...
Y por fin
Dean esputó y tosió, girando la cabeza entre jadeos, en
busca de aire.
—Oh,
¡gracias a Dios! —clamó la voz de una mujer, y el
restaurante rompió en aplausos mientras Sam acunaba la cabeza
de Dean, inundado por el alivio al ver que seguía respirando,
agitando sus pestañas.
—No
pasa nada, Dean. Te tengo.
—Creen
que fue un shock eléctrico —dijo Sam en voz baja, con la
mano alrededor de la de su hermano.
Dean se puso
ceñudo al ver los electrodos que tenía pegados al pecho
y los cables saliendo de su bata de hospital.
—¿Por
qué estoy enchufado?
—Se
te paró el corazón —dijo Sam sin rodeos. Lo único
que deseaba en ese momento era echarse al lado de su hermano mayor y
apretarlo entre sus brazos. Quería berrear como un crío,
quería tener a su padre de nuevo ahí para decirle que
todo iba a salir bien.
No quería
quedarse junto a camas de hospital viendo el dolor de Dean.
Había
pasado la mayor parte del tiempo sosteniendo sus manos junto a las suyas
de puro alivio; cuando el pecho de Dean había empezado a subir
y bajar por sí solo y a dar sus primera respiración entrecortada,
había cruzado, una vez más, la estrecha línea entre
la vida y la muerta. Dean estaba vivo y su mano tibia en la de Sam.
Ya tendría
tiempo de llorar más tarde.
—Estaba
saliendo del baño —recordaba Dean—. ¿Por qué
demonios piensan que fue un electroshock?
—Porque
muchos testigos vieron una luz azul rodearte completamente justo antes
de que te desplomaras sin sentido —contestó Sam, cortante—.
Es demasiado raro como para pasarle a alguien, eso de que te ataque
un fantasma en el restaurante de la familia Baymont.
—Ni
siquiera puedo creer que yo estuviera allí —replicó
Dean—. Tío, esas cosas aparecen de la nada y vienen a por
mí —agarró un electrodo y tiró, haciendo
un gesto de dolor hasta que se lo arrancó con un ‘pop’.
—¿Pero
qué estás haciendo? —preguntó alarmado Sam,
apagando corriendo la máquina antes de que empezara a pitar.
—Pillando
la puta puerta pero ya —le informó Dean, quitándose
el resto de cables—. Sam, estamos en un hospital. La gente la
palma en los hospitales. Si me están atacando fantasmas por ahí
en público no es el lugar en el que quiero estar. El próximo
podría matarme.
—El
ultimo te mató –le recordó Sam, pero de todas formas
le echó una mano, esquivando a las airadas enfermeras conforme
irrumpían en el cuarto y ayudaban a su hermano a vestirse a pesar
de sus serias advertencias y amenazas.
—Limítate
a sacarme de aquí, Sam —imploró Dean, y Sam le cogió
del brazo, autorizó por escrito su alta y cogió como pudo
todo el rollo de papeleo necesario para sacar a un hombre del hospital
dos horas después de que su corazón se parara.
—Ernie
Hamilton —pidió Dean desde el asiento de pasajeros mientras
arrancaban para salir del hospital—, y ni una parada, por favor.
El bloque
de apartamentos era viejo y Dean dudó en el portal, las manos
agarradas a los costados.
—¿Voy
a por él? —se ofreció Sam—. ¿Le pido
que baje?
—Puedo
hacerlo —dijo Dean, en tensión— no atosigues, ¿vale?
Dean debía
estar más débil de lo que le hacía creer; subía
las escaleras despacio como un anciano, y Sam tuvo que esforzarse por
no cernerse demasiado cerca. Dean aborrecía que le prestaran
demasiada atención, y que su hermano le pusiera histérico
no era lo que necesitaba en ese momento. Ernie Hamilton vivía
al final del pasillo, con una deslustrada bombilla alumbrando el número
en la puerta. Sam alzó una mano para llamar pero la puerta se
abrió antes incluso de que cerrara el puño.
Dean dio
un bote a su lado y maldijo entre dientes ante su propia susceptibilidad.
—Disculpen
—dijo el viejo que abrió la puerta, con una mueca amistosa—.
Normalmente me encanta hacer saltar a mis clientes, pero parece que
tú has tenido ya demasiadas sorpresas últimamente.
Ernie Hamilton
era un poco peculiar, y también lo era su casa. Más una
biblioteca que la casa de un psíquico; todo el espacio disponible
estaba abarrotado de libros y revistas. El propio Ernie era viejo, hasta
su oscura piel parecía apagada a pesar de sus ojos relucientes
y su feliz sonrisa. Si Sam tuviera que hacer una suposición sobre
su edad diría setenta y muchos, incluso ochenta y pocos. Vestía
de traje y chaleco, con corbata de seda fina al cuello y un pañuelo
a juego sobresaliendo del bolsillo.
—Soy
Sam Winchester —dijo educadamente Sam conforme el viejo limpiaba
una silla para él—. Éste es mi hermano, Dean.
Dean ya estaba
sentado en una de las dos sillas libres, respirando con un poco más
de trabajo que de costumbre, los ojos ensombrecidos, la piel aún
pálida.
—Y
vosotros podéis llamarme Ernie —invitó su anfitrión.
Caminaba un poco agarrotado y Sam automáticamente le acercó
la mano para sostenerle mientras se sentaba en su silla.
—Y
bien, Dean —dijo alegremente—. Somos un par de inválidos,
¿verdad? ¿Quieres decirme qué es lo que te tiene
a ti para el arrastre?
Dean le echó
una mirada y Sam emprendió una explicación, mirando de
vez en cuando con preocupación a su hermano mientras contaba
la historia.
—¿Viste
recuerdos e imágenes de las dos primeras? ¿Sus vidas?
—caviló Ernie— ¿Qué hay de la tercera,
hoy?
Dean negó
con la cabeza.
—Fue
sólo un barullo —admitió—. Honestamente ni
siquiera podría decirte si era un hombre o una mujer.
—Bueno,
veamos qué podemos averiguar. —Ernie flexionó sus
viejos dedos artríticos y alcanzó la mano de Dean, tomándola
firmemente entre las suyas. La meció, frunciendo un poco el ceño,
inclinando la cabeza y perdiendo la mirada en el vacío.
—Fiú
–dijo bajito, parpadeando y volviendo a concentrarse en la cara
de Dean, mirando entonces hacia Sam—. Aunque Joshua no me lo hubiera
dicho, habría sabido que eres un cazador.
Dean se le
quedó mirando y Sam se encogió de hombros un poco nervioso.
—Casi
todas las vidas humanas son tocadas alguna vez por lo sobrenatural,
puede que más de una vez si son lo suficientemente desafortunadas.
Pero tú… —dio palmaditas en la mano de Dean—,
tú rebosas. Es un poco complicado moverse entre tantos. —Inspiró
profundamente y cerró a medias los ojos, arrugando la cara, concentrado.
De pronto abrió completamente los ojos y retiró de golpe
las manos—: Ahí está —dijo, muy serio.
Con los ojos
abiertos y alarmado, Sam se quedó mirando el rostro de Dean.
Su hermano tenía la mandíbula apretada y ocultaba su propio
miedo y su inquietud bastante bien.
—Qué.
Ernie elevó
la mano izquierda y la deslizó despacio por la mandíbula
de Dean, por el lateral de su rostro, moviendo la cabeza.
—Has
sido tocado por la muerte —dijo pesadamente; Después se
retiró y se levantó con un gemido para apoyarse a descansar
un momento sobre la mesa.
—Ya,
bueno —dijo Dean confundido—. Como bien has dicho, nos dedicamos
a eso.
—No
—dijo Ernie, negando con la cabeza y respirando profundamente—.
La muerte te ha tocado. Vino a por ti.
—La
parca –espetó Sam al invadirle el recuerdo.
La mirada
de Ernie se tornó aguda.
—¿Una
parca? —Volvió la mirada a Dean—. ¿Te ha tocado
una parca?
Dean tragó
saliva.
—Dos
veces —confirmó.
Ernie alzó
la mano como para tocar de nuevo la cara de Dean pero la recogió,
moviendo la cabeza.
—Entonces
así será. Te ha tocado, Dean. Te ha dejado su huella.
Estás… marcado.
—Pero
eso fue hace meses —protestó Dean—. ¿Por qué
está empezando esto justo ahora?
Las manos
de Sam temblaban, así que las puso debajo de la mesa para esconderlas
cuando Ernie se alejó renqueando y se echó en el reposabrazos
de un viejo sofá clásico.
—No
está empezando —dijo Ernie con seguridad—. Sólo
está empeorando, hasta el punto en que la oscuridad y la muerte
están arraigando psicológicamente en ti. Mi idea es que
te ha estado persiguiendo durante meses, haciéndote cada vez
más vulnerable al mal, más susceptible a las maldiciones
y todo lo parecido.
Sam parpadeó
y se encontró la mirada de Dean otra vez, su hermano le estaba
mirando de nuevo, fraguándose la misma idea entre ambos, comprendiendo.
—La
maldición Brackett —susurró Sam—. Nunca nos
explicamos cómo pudo afectarte aquello.
Dean asintió.
—¿Y
entonces cómo lo detengo?
Ernie agitaba
de nuevo la cabeza.
—No
lo sé —admitió.
—¡Tiene
que haber algún modo! —insistió Sam. Miró
a Dean y después de nuevo a Ernie—. ¿No?
—Es
posible —admitió Ernie—. Voy a llamar a algunos amigos,
veré si puedo encontrar a alguien con alguna respuesta. —Se
frotó las manos en los muslos y Sam se percató del movimiento
con una mueca de amargura en los labios—. Pasaos mañana
—sugirió Ernie, y movió la cabeza—. No, llamadme.
Espero tener buenas noticias para vosotros.
—No
pierdas los estribos, qué prisa tienes —masculló
Dean conforme bajaban por las escaleras viejas.
—No podía esperar a echarnos de allí —accedió
Sam—. Quizá deberíamos encontrar a alguien más,
Dean. Quizá Missouri sepa algo. Podríamos llamarla, simplemente.
—Puede
—dijo Dean, abriendo el portal polvoriento y saliendo a la luz
del sol. Ambos se detuvieron en el escalón de la puerta principal
y respiraron hondo. Sam se preguntaba si Dean se alegraba tanto como
él de salir de aquellas apretadas habitacioncillas, pero su hermano
ya estaba bajando por las escaleras hacia el coche.
—Esperaremos
hasta mañana —decidió Sam mientras entraba al asiento
del conductor—. Si Ernie no ha encontrado nada para nosotros llamaremos
a Missouri.
Dean se quedó
callado, mirando por la ventana el vecindario echado abajo que tenían
alrededor.
—¿Vas
bien? —preguntó Sam, preocupado. Comprendía por
qué Dean había estado tan impaciente por salir del hospital,
pero le asustaban la apatía y la palidez de su hermano.
Dean se encogió
de hombros.
—Yo
qué sé.
Sam sintió
una vieja punzada de culpabilidad.
—Nada
viene porque sí, ¿no? —dijo quedamente—. Cuando
Roy te sanó parecía todo muy fácil. Pero las consecuencias
de aquel acto aún se extienden y extienden, como las ondas en
un estanque.
—Quizá
Roy no me salvara lo más mínimo —dijo Dean suavemente—.
Puede que simplemente aplazara lo inevitable. —Entonces miró
a Sam con los ojos velados—. Si tú no hubieras estado hoy
ahí... ese último espíritu me habría matado,
Sam.
—Ya,
pero ahí estaba —le recordó Sam—. Y estoy
aquí ahora mismo y vamos a arreglar todo este rollo. ¿Dean?
Dean asintió
y Sam metió por fin la llave del coche y lo puso en marcha. Recobró
la vida con un grave rugido y permanecieron ahí sentados un instante
mientras gruñía y se agitaba.
Sam conducía
en silencio, dando vueltas con la cabeza. La parca. Era capaz de recordar
vívidamente todo su miedo y desesperación cuando diagnosticaron
a Dean apenas unas semanas de vida. Podía recordar lo devastado
que quedó Dean cuando supo que el precio de salvar su propia
vida era la vida de otro hombre.
Y pudo recordar
cómo había justificado sus actos al traer a Dean al sanador
de fe para que le curara.
—No
lo sabía —dijo entonces, y Dean había asentido solemne,
aceptándolo.
Sam no se
sintió culpable por intentar salvar la vida de su hermano de
cualquier forma viable. No, su culpabilidad iba mucho más allá.
Pues incluso a pesar del terrible precio que ahora resultaba haber costado,
Sam fue incapaz de encontrar un ápice de arrepentimiento dentro
de él por lo que había hecho.
Dean estaba
vivo. Eso era todo lo que le importaba.
Y en algún
lugar muy dentro de él estaba esa seguridad, esa certeza. De
que, incluso aunque hubiera conocido el precio de antemano, no habría
afectado a su decisión.
Juzgó
a aquella mujer que había negociado con la muerte por salvar
al hombre que amaba. Pero en el fondo de su corazón Sam sabía
que él no era diferente.
Dean se quedó
en el coche mientras Sam les registraba en el motel de apariencia más
reciente que pudo encontrar. Se planteó las probabilidades de
encontrar un fantasma en aquel lugar, y entonces se preguntó
cuál era la probabilidad de que uno de ellos encontrara a Dean
en aquel animado y luminoso restaurante.
Llevó
el coche hasta la puerta y aparcó allí, ansioso por entrar
después de tanto estrés y agotamiento las últimas
veinticuatro horas. Lo único que deseaba era cerrar la puerta
al mundo y estrechar sus brazos alrededor de Dean e intentar devolver
algo de color a sus pálidas mejillas.
Pero Dean
cerró la puerta del coche tras de sí y se quedó
apoyado sobre ella tal cuál mientras Sam abría la puerta
de la habitación del motel.
—¿Entras?
Dean apretó
los dientes y negó con la cabeza.
—Voy
a dar una vuelta con el coche —soltó secamente—.
Tengo que aclararme las ideas.
—¿Solo?
—preguntó Sam, aunque era bastante evidente lo que Dean
quería decir—. No creo que sea una buena idea en tu estado.
—Es
solo que creo que, ahora mismo, necesito un poco de espacio para mí
—Dean replicó mirando al suelo—. Creo que necesitamos
un poco de espacio ahora mismo.
—Y
yo estaba pensando exactamente lo contrario —aventuró Sam
dulcemente—. Estaba pensando que ahora mismo necesitas tener mis
brazos alrededor.
—¿Es
eso lo que estabas pensando? —desafió veloz Dean levantando
los ojos para encontrarse con los de su hermano. Sam casi retrocedió
del impacto. Había truenos y oscuridad en los ojos de Dean y
daba pánico verlos.
—¿Dean?
—Je,
qué curioso que estuvieras pensando eso —cuestionó
Dean con agudeza—. Qué casualidad que no te afecte este...
esta marca que tengo.
—Qué…
—dijo Sam dando un paso al frente y estrechando la distancia que
les separaba. Pero ahora era Dean el que retrocedía, pegándose
al lateral del coche, apartándose físicamente de él.
Fue un duro golpe para Sam.
—¿De
qué estás hablando, Dean? ¿Qué pasa contigo?
Dean soltó
una amarga carcajada.
—Ya
has oído a Ernie, Sam. Ya sabes qué es lo que pasa conmigo.
Estoy marcado por el diablo.
—Ernie
no ha dicho eso. Ha dicho que habías sido tocado por la muerte,
Dean, no es lo mismo, precisamente.
—No,
pero fijo que no pudo alejarse de mí más rápido,
¿verdad?
—Estaba
asustado —se defendió Sam—. La muerte puede poner
los pelos de punta.
—Tú
le has oído, Sam. El mal es conducido hacia mí. Los espíritus,
esa maldición.
—Ha
dicho que te has vuelto más vulnerable a esas cosas, Dean. No
que tú seas el mal.
—Marcado
es una palabra bastante fuerte, Sam. —Dean agitó la cabeza.
—Escucha,
Dean —dijo Sam, anhelando poder acercarse y tocar a su hermano
en ese instante, sintiendo no obstante el muro entre ambos como una
entidad casi física—. La muerte no entiende de lados, no
es buena ni mala, ¿vale? Simplemente es. Ernie sintió
la muerte en ti y se asustó. Las cosas que moran en la oscuridad
también lo perciben y se ven atraídas hacia ella. Eso
es lo que te hace vulnerable. Pero no te convierte en un demonio, tío,
¿vale? No eres ningún demonio.
—¿Pero
y si hago cosas diabólicas? —dijo Dean en un susurro de
su aliento, y Sam, ceñudo, pasó a abrir desmesuradamente
los ojos al volver a alzar Dean la vista, finalmente. Aquella tormenta
de tinieblas se había ido, dejando sólo dolor y devastación
en su debilidad—. ¿Es que no lo entiendes, Sammy? Tú
mismo lo dijiste no hace mucho. La forma en que son las cosas entre
nosotros, ¿en qué nos hemos convertido? Para ti hay algo
mal.
—¡Jamás
he dicho eso! —protestó Sam, impactado y horrorizado por
todo lo que implicaban las palabras de Dean.
—No
eso exactamente, pero bastante parecido. Y ahora lo entiendo, ahora
todo tiene sentido —dijo Dean, implacable—. Estaba abierto
a aquello, era vulnerable. Y cuando mi memoria desapareció esa
cosa simplemente se instaló en mí, ¿no lo ves?
El dolor
se revolvía en su interior y Sam luchaba por evitar que le sobrepasara.
—¿Qué
estás diciendo, Dean? —suplicó—. ¿Estás
diciendo que lo que somos está del lado del mal?
Dean negaba
con la cabeza.
—No,
pero quizá este… esto que me ha pasado… Quizá
nos ciega a la verdad, Sammy. Al hecho de que esto no está bien.
—Nada
nos está cegando, Dean —insistió vacilante Sam,
avanzando, irrumpiendo en el espacio de Dean, derrumbando aquel muro.
Le rodeó, posando sus manos sobre el coche a cada lado, atrapándole
en su círculo—, y no hay nada malo en nosotros. Vale, no
es normal y se salta todas las reglas, pero no está mal. Joder,
¡tú lo sabes!
—¡Ya
no sé lo que sé! —le devolvió Dean a voces—.
¡No sé qué es lo que tú sabes! No sé
si tú estás simplemente tan infectado por esta mierda
que me ha pasado como yo lo estoy.
—Tú
me quieres —reventó Sam—. Y yo te quiero. Eso no
viene de ninguna maldad, Dean. No hay nada que tenga que ver con el
mal en ello.
Dean movió
testarudo la cabeza.
—Entonces
dime, Sammy. ¿Cómo es que no hemos vuelto a hablar más
con papá? —Sam se quedó petrificado, con los ojos
incrustados en los de Dean—. ¿Qué crees que pensaría
papá sobre lo que hay entre nosotros?, ¿eh?
Sam dio un
paso atrás, renunciando a esa conversación, a aquellas
palabras, pero Dean siguió avanzando implacablemente.
—Tú
sabes lo que pensaría, Sam. Estaría disgustado, estaría
horrorizado. Jamás lo aceptaría, ni en un millón
de años.
—¿Por
qué estás hablando así? —preguntó
Sam—. Ya sabíamos todo eso, Dean. Nadie en todo el mundo
aceptará lo que somos. No hay asociaciones para gente como nosotros,
ni maletitas con arco iris, ni cabalgatas del orgullo. Estamos solos
en esto, tal y como hemos estado siempre en todo lo demás.
—¿Y
eso no te dice nada? —exigió saber Dean—. Si tan
malo es que tenemos que esconderlo del mundo entero, hasta de aquellos
que nos quieren, ¿cómo puede estar bien entonces, Sam?
¿Cómo?
—¿Cómo
puedes preguntarme eso? —imploró Sam—. Tío,
¿cómo puedes llegar a pensar así? ¿Dónde
coño has estado las últimas semanas cuando todo ha sido
tan estupendo entre nosotros? ¿Por qué coño te
aferras tan rápido a lo que te pasa como una especie de excusa
para alejarme de ti?
Dean fijó
la mandíbula, movió la cabeza, negaba en cada uno de sus
movimientos.
—¿No?
—preguntó Sam, inquisitivo—. No, ¿no me estás
apartando de ti? Y ¿tampoco es esto una forma de excusa? ¿Qué
pasa contigo, Dean? ¿Por qué cojones te cuesta tanto simplemente
rendirte, y ser feliz por una vez?
—¡Porque
tengo miedo! —bramó Dean—. ¿Vale? ¡Estoy
totalmente acojonado!
Sam sintió
congelarse su aliento en el pecho.
—¿De
qué?
—De
todo —dijo histérico Dean—, de que yo soy el que
tiene que ser fuerte. De que se supone que yo soy el que sabe qué
hacer, y no lo sé, Sam. No tengo ni idea. De que, cada vez que
me tocas y me quieres y está todo tan bien, tan perfecto entre
ambos, también me acojona horrores. De que eres mi hermano pequeño,
Sam, y se supone que tengo que cuidar de ti y ni siquiera sé
si me estoy aprovechando, si te estoy haciendo mal. Si intento mantenerte
en esta especie de vida sólo porque te quiero tantísimo
y no puedo soportar perderte otra vez.
Sam pudo
observar cómo Dean se venía abajo en sus narices, nublándosele
los ojos conforme veía derrumbarse los muros de su hermano mayor,
llevándoselo por delante bajo el peso. Lágrimas caían
por las mejillas de Dean, sus manos se estrecharon en puños,
temblaba su boca hasta que la contrajo para pararla, mordiéndose
el labio mientras se agitaba.
—¿Y
en qué coño me convierte eso, Sam? —susurró
Dean, y Sam no pudo aguantar más: se abalanzó y arrastró
a Dean entre sus brazos, enlazándolos alrededor de él
incluso aunque Dean se revolvía, peleaba y se retorcía
en ellos—. ¡Maldita sea, Sam! —gritó Dean y
se desplomó sobre él, y Sam tuvo que apoyarle contra el
coche al ver que sus piernas amenazaban con ceder bajo su cuerpo.
Sam apretó
fuerte a Dean, le alzó, le abrazó junto a su cuerpo un
buen rato mientras que Dean temblaba y se agitaba bajo su tacto.
—No
pasa nada, Dean —susurró Sam—. No tienes que ser
fuerte todo el tiempo, tío. Déjame cuidar de ti por un
momento, ¿vale?
—No
puedo —murmuró tembloroso Dean—. No sé cómo.
—Pues
aprende —advirtió firmemente Sam.
Dean movió
la cabeza, pero ya no estaba peleando, no forcejeaba para separarse.
Sam se resistía
al peso de su propio dolor y ahora también al de Dean. Cuánto
había echado aquello en falta esas últimas semanas…
mientras él había estado disfrutando de su relación
y regocijándose en su nueva e improvisada intimidad, Dean aún
batallaba por asumir todos los cambios que estaban surgiendo entre ellos.
Eso parecía,
y Sam se pateaba mentalmente por no haberlo visto antes. Dean había
acarreado siempre todas las cargas, asumía la responsabilidad
incluso cuando Sam intentaba aguantar su propio peso. Así que
mientras Sam estaba ahí sentado contemplando sus bendiciones,
Dean se preocupaba vigilando cuál sería el siguiente obstáculo.
Y Sam había
desistido hasta de buscar respuestas.
Pudo ver
por encima del hombro de Dean cómo un taxi giraba en una curva,
y Sam se enderezó y se separó del abrazo de su hermano
conforme se abría la puerta de atrás y aparecía
una encanecida cabeza gris.
—Ernie
está aquí —murmuró en voz baja y Dean se
irguió al instante, girando la cabeza y frotándose fuerte
los ojos húmedos.
—Ernie
—saludó Sam, alejándose del coche para dar a Dean
tiempo de recomponerse—. No te esperábamos tan pronto.
El viejo
salió del taxi y se apoyó en un bastón, el sombrero
sobre su cabello gris inclinado hacia atrás. Tras él el
taxi ya giraba en la curva.
—Sam
—saludó solemne inclinando la cabeza, y después
se volvió a enfundar el sombrero—. ¿Puedo pasar?
—Por
favor.
Sam parpadeó
al irse ajustando sus ojos a la penumbra tras la brillante luz del día
del exterior, atento a Dean, que se mantenía ocupado en la cocinilla.
Con manos firmes vertía café instantáneo en tazas
blancas de loza.
Ernie entró
cojeando, examinó el cuarto y entonces tomó asiento en
el lugar que Sam le ofrecía, dejando con cuidado el gorro delante
de él sobre la mesa, pero asido a su bastón.
—Dean
—dijo quedamente.
—Ernie
—respondió Dean con naturalidad, pero Sam podía
ver lo que le costaba a su hermano mantener el control y se quedó
nervioso en la puerta, esperando que el anciano no fuera a empeorar
las cosas más de lo que ya estaban.
—Quería
disculparme —dijo Ernie en voz baja, mirando directamente a Dean—.
Tan pronto como os marchasteis me avergoncé de mí mismo.
Si estas viejas rodillas mías funcionaran mejor os habría
seguido por las escaleras abajo y os habría pedido disculpas
allí mismo.
Dean echo
una mirada a Sam y de nuevo al anciano, con el ceño cada vez
más arrugado.
—¿Disculparse
por qué?
—Por
mi comportamiento —confesó Ernie—. Me pilló
desprevenido en ese momento y actué como un imbécil. ¿Aceptáis
las disculpas de un viejo chiflado?
—Parecías
bastante alterado —apuntó Sam, sentándose al final
de la cama.
—Buena
definición —apuntó a su vez Ernie, arrugándosele
los bordes de los ojos conforme sonreía—. Todo fue un poco
excesivo para mí, la intensidad de lo que estaba recibiendo.
El que fuera tan… real, tan cercano a mí.
—La
Muerte —dijo Sam con suavidad al permanecer Dean en silencio.
—Dijiste
que estaba marcado —soltó de golpe Dean, y Ernie se estremeció.
—Mala
elección de las palabras —admitió pesaroso—.
Te ha dejado su huella, Dean, no hay duda de eso. Has visto la prueba.
—¿Es maligno? —preguntó Sam y Dean le taladró
con la mirada—. Porque no soy un psíquico como tú,
Ernie, pero a veces también percibo cosas. Y creo que me habría
percatado si fuera maligno.
—Bendito
tú, chico, pero no habrías percibido esto. Es la muerte
lo que tocó a Dean, lo que le marcó. Es la muerte la responsable,
con el poder que sea el que le quede. Pero no hay maldad en eso.
Sam miró
cómo Dean, apoyado contra la encimera, recibía una jarra
esta vez de agua tibia sobre la cabeza. Acababa de decirle a Dean exactamente
lo mismo hacía un minuto; sólo esperaba que esta vez estuviera
escuchando.
—¿Entonces
qué es lo que me está pasando? —preguntó
de golpe Dean—. Dijiste que eso me hace vulnerable. ¿A
qué?
Ernie suspiró.
—Cuando
una parca te toca, Dean, es casi seguro porque vas a morir. No a seguir
viviendo y deambulando por el mundo. Para esos espíritus desorientados
que estás atrayendo ahora hay poder vinculado a ti. Eres energía.
En su confusión puede que ellos incluso perciban como si una
parca viniera a por lo que queda de sus almas perdidas aquí en
la Tierra.
—¿Y
la maldición? —preguntó Sam, ceñudo, mientras
absorbía aquello—. ¿Por qué fue vulnerable
a ella?
—Ahora
Dean es como una llama para las polillas, Sam. Para todo lo que habita
en el medio: espíritus, maldiciones, poltergeists. Todos ellos
se ven atraídos. Y me temo que sólo va a empeorar.
—¿Por
qué se puso tan nervioso? —preguntó suavemente Sam
mientras Dean se frotaba los ojos con cansancio. La tetera hervía
y Sam se levantó y empujó delicadamente a Dean hacia el
asiento para encargarse de preparar el café. Dean se sentó
con un suspiro de agotamiento y fijó su atención en Ernie.
—La
muerte no es diabólica —repitió lentamente Ernie—.
Pero los hombres la temen, y yo soy un hombre viejo, muchachos. Dentro
aún siento lo mismo que cuando tenía vuestra edad, siento
el vigor bien alto. Por eso no es fácil ponerse frente a frente
con la mortalidad de un anciano, y me pilló por sorpresa, de
sopetón, más de lo que quise admitir.
—Lo
siento —dijo Dean.
—Bendito
seas, jovencito. Vine aquí para disculparme contigo, no al revés.
Y porque tengo una idea de cómo ayudarte.
Sam trajo
las tazas de café y las dejó con impaciencia sobre la
mesa.
—¿Qué?
—Tengo
un amigo. Su nombre es Linus Hood, y su especialidad son los encantamientos,
las piedras ancestrales, los amuletos de protección. Creo que
él quizá podría encontrar algún modo de
protegerte, Dean. De bloquear tu luz, por decirlo así.
Sam sonrió,
mirando a Dean para evaluar su reacción. Su hermano tenía
la vista baja hacia su intacta taza de café, frunciendo el ceño
distraído.
—Esa…
cosa que me marcó —dijo lentamente, aún mirando
hacia abajo—. ¿Me cambió? ¿Podría
hacerlo?
Ernie examinó
el gesto cerrado de Dean un instante y entonces lanzó a Sam una
mirada.
—No
—dijo con delicadeza—. No ha cambiado nada de ti ni te ha
obligado a hacer nada, Dean.
Sam se preguntó
qué habría visto y Dean debía estar pensando lo
mismo, pues sus mejillas se enrojecieron ligeramente y se aclaró
la garganta.
—Bueno,
tengo pesquisas que llevar a cabo y un amigo al que llamar —dijo
Ernie, tirando de todo su cuerpo hasta los pies. Sam se levantó
de un salto y le asió del codo, sujetando al anciano firmemente
un momento mientras encontraba sus propios pies. Ernie le sonrió
y Sam, por un instante, fue capaz de vislumbrar un hombre joven en él,
alto y fuerte, lleno de vigor.
—Sois
buenos chicos —dijo firme Ernie—; no permitáis que
nadie os diga lo contrario. Venid a verme mañana —invitó—.
Tendré noticias para vosotros, estoy seguro.
—Le
acercaré a casa con el coche —se ofreció Sam. No
quería dejar solo a Dean, pero deducía que aún
necesitaba un rato lejos de él.
—Muchas
gracias —dijo Ernie tomando su sombrero—. ¿Te importa
si hablo un segundo con tu hermano primero?
Sam inclinó
con curiosidad la cabeza, pero el rostro de Dean ya no estaba tan pálido
como había llegado a estar, y sus dedos reposaban relajados alrededor
de su taza de café en lugar de aferrarse a ella hasta ponerse
blancos.
—Vale
—dijo servicialmente Sam, cerrando tras de sí la puerta
del motel y apoyándose en el coche.
Apenas hacía
unos minutos que Ernie había llegado y Sam ya le estaba ayudando
a ponerse cómodo en el asiento de pasajeros antes de ponerse
al volante y encender el Chevy.
—Bonito
coche —exclamó admirado Ernie—. Yo mismo llegué
a conducir un Cutlass. Rojo intenso.
—Quiero
agradecerle su ayuda —empezó a decir Sam, buscando la forma
de preguntar al anciano qué había dicho a Dean.
—Tu
hermano está bien —contestó educadamente Ernie,
y Sam le echó una mirada.
—Había
olvidado lo que es, esto de moverse entre psíquicos —bromeó
Sam.
—Creo
que los has estado evitando últimamente —dijo Ernie sagaz,
y Sam puso una mueca al sentir enrojecerse sus propias mejillas.
—No
te preocupes, Sam. He vivido mucho tiempo y he visto muchas cosas. Cosas
malévolas, oscuras. Puede que lo más oscuro que pueda
existir en la humanidad resida en sus mentes, y eso es lo que yo puedo
ver.
Sam se detuvo
delante del bloque de pisos de Ernie y volvió la cabeza, escuchando
con atención.
Ernie le
devolvió la sonrisa.
—No
veo nada de eso cuando os miro a ti y a tu hermano.
—¿Le
has dicho eso a Dean?
—Entre
otras cosas.
Dean levantó
la vista del televisor al lanzar Sam las llaves a la mesa y sentarse
cansado.
—Ernie
me ha dicho que soy imbécil.
Sam sonrió.
—Me
cae genial Ernie, es inteligente.
—Supongo
que exageré —admitió Dean, frotándose cansado
un hombro.
Sam rodeó
la silla y se detuvo detrás de Dean, presionando con dedos musculosos
su tensa carne y masajeándola firmemente.
—Dean,
el tío te ha dicho que fuiste marcado por la muerte justo unas
horas después de que tu corazón se te parase en el suelo
pegajoso de un restaurante familiar. No creo que nadie te culpe de un
ataque de pánico.
Dean suspiró
bajo sus manos, yentonces arqueó una interrogativa mirada hacia
él por encima del hombro.
—¿Qué?
—preguntó Sam.
—Colega,
a veces es que me mimas demasiado —gruñó Dean conforme
los dedos de Sam encontraban un lugar agarrotado y lo descomprimía
con firmeza.
—Sí,
¿verdad?
Dean echo
atrás la cabeza.
—Sí,
Sammy, sí que lo haces.
—¿Y
sabes por qué? —preguntó secamente Sam, inclinándose
y depositando un beso desde lo alto en sus labios levemente separados.
Al volver a su posición, Sam examinó la cara pálida
de su hermano, las sombras bajo sus ojos, el rastro de lágrimas
recientes. El día que arrastraban sobre sus espaldas se acumuló
en él repentinamente y cayó despacio sobre sus propias
rodillas detrás de la silla de Dean, apoyando la frente en un
fuerte hombro.
—¿Sammy?
—dijo dulcemente Dean.
Sam se echó
hacia un lado, buscando a tientas la mano de Dean, que tomó la
suya y la apretó fuerte al temblar Sam ante el doloroso recuerdo
de su hermano yaciendo sin vida entre sus brazos.
—Está
bien, Sammy —murmuró Dean inclinando su cabeza y apoyándola
en la de Sam—, estoy aquí.
—¿Un
tatuaje? —dijo dubitativo Dean—. ¿No tienes un simple
brazalete, un saquito con potingue o algo?
—No
te preocupes —dijo con sarcasmo Linus Hood—. No voy a estropear
tu estupenda fachada juvenil. Es de poco más de un centímetro
y va justo detrás de la oreja.
—¡De
mi oreja! ¿Por qué mi oreja?
Linus puso
en blanco los ojos y Sam reprimió una sonrisa. Había sido
odio a primera vista para aquellos dos y se lo estaba pasando bomba
entre las bromas de ambos. Además había un algo tranquilizador
en ese hombre alto y atractivo, vestido con pantalones de diseño
y polo, aunque ciertamente no pintaba nada en las mohosas habitaciones
viejas de Ernie.
—Pues
porque Ernie dice que es ahí donde te tocó, ¿o
no? ¿Las dos veces?
—¿Qué
es esto? —preguntó con curiosidad Sam, ojeando el diseño
del libro encuadernado en piel.
—Es
una Guía de Almas —explicó Linus—. Últimamente
lo llamamos un psicoostentoso.
—Psicoostentoso
—dijo Dean, pronunciando en silencio la palabra en un susurro—.
¿Cómo va eso a parar toda esa mierda que me pasa?
—El
Psicoostentoso guía a las almas hacia el otro lado, ¿no?
—dijo Sam, pensativo.
—Sí.
Si tienes uno, con los conjuros y la tinta correcta, anula de algún
modo la marca que esa parca te puso. O ésa es la idea, al menos.
—Linus señaló la página—. He escogido
el más poderoso.
—Parece
una especie de búho —dijo Sam girando de lado la cabeza—.
Es collejo.
—Yo
creo que se parece a un perro —declaró Ernie entrecerrando
los ojos hacia la página—. Con alas.
—No
es ninguno de los dos —reprendió Linus. Sacó una
caja y la abrió, mostrando una pistoleta de tatuar con un increíble
amasijo de agujas y tintas.
—Por
Dios —gimió Dean.
—A
Dean no le gustan las agujas —dijo Sam sonriendo.
—Y
tú no ayudas, Sam —refunfuñó Dean.
—A
mí me parece adorable.
—Verdaderamente
no ayudas nada, Sam. Duele de cojones.
—Ya,
y ese sonido —dijo Sam llenando de hielo una bolsa de plástico
y rompiéndolo con el fondo de la cubeta con el hielo—,
ese zumbido chirriante de la pistoleta de tatuar... podría sacarte
de quicio.
—Dame
ya el puto hielo —dijo Dean bruscamente cogiendo la bolsa y poniéndosela
detrás de la oreja.
—Ernie
dijo que la marca no es aún muy fuerte, pero que al menos debería
hacer que los espíritus dejen de acecharte —le recordó
Sam vertiendo el hielo que sobraba en un vaso y llenándolo de
cola—: no más imán de fantasmas. Vale la pena un
poco de dolor.
—¿Un
poco de dolor? Dí mejor atroz agonía. Resulta que mi cabeza
es bastante sensible, muchas gracias.
—Podría
haber sido peor —reflexionó Sam—. La parca bien podría
haberte mordido el culo.
Dean trincó
un cojín con su mano libre y se lo lanzó desde el otro
lado del cuarto.
—Genial,
mi dolor te resulta divertido.
—Creo
que estoy como aturdido del alivio, de hecho —admitió Sam,
agradeciendo la bebida fría. Una cerveza habría estado
bien, pero se encontraba tan derrengado después de los últimos
días que se caería de culo en un par de sorbos—.
Me tenías acojonado de pies a cabeza.
Dean puso
los ojos en blanco dramáticamente.
—Joder,
Sammy, si te vas a poner tan nenaza cada vez que se me pare el corazón...
Sam apuró
su bebida mientras Dean ojeaba la tele y mascullaba entre dientes lo
que estaba sufriendo. Había un silencio tenue y agradable.
—Oye,
Dean —dijo suavemente Sam.
—¿Eh?
—Ya
estás curado y todo el rollo.
Dean le echo
una mirada de soslayo.
—Sí.
Sam se encogió
de hombros.
—Todavía
estoy aquí.
—Sí
—Dean simplemente se quedó mirándole un buen rato;
después echó la bolsa de hielo en el fregadero. Sam levantó
el brazo y Dean le examinó un par de segundos más antes
de sentarse en la cama y echarse sobre él.
Sam no intentó
borrar la satisfacción en su voz.
—Te
lo dije.
Y ya estaba
preparado para las cosquillas cuando llegaron.
—Lo
siento, Sam. Por todo lo que te dije.
Sam estaba
medio dormido pero abrió los ojos ante aquel leve comentario,
rodando hacia un lado y estudiando el sombrío rostro de Dean
a la tenue luz.
—Está
bien.
—Y
dale otra vez. Me perdonas con demasiada facilidad.
Sam apartó
delicadamente un mechón de pelo de la frente de Dean.
—Ya
sabes, a veces parece que es la única forma de que te abras un
poco conmigo —le confesó con dulzura—. Cuando estamos
así, las dos únicas personas en el mundo.
El gesto
con la cabeza de Dean fue una confirmación de aquella verdad.
—Entonces
dejas caer esas murallas y defensas y me permites verte realmente.
La voz de
Dean sonaba triste.
—No
pretendo comportarme así, Sam. Es sólo que no sé
si me fío... de ser tan feliz. Siento como que tiene que haber
gato encerrado, como si esperara alguna trampa detrás. Puede
que sea por eso por lo que me creí tan rápido todo lo
que te dije el otro día. Es como si tuviera que existir alguna
razón para todo esto más allá de nosotros dos,
¿me entiendes?
—¿Porque
entonces no sería culpa nuestra? —dedujo Sam y Dean abrió
enormemente los ojos de sorpresa—. Lo dijiste en California, Dean.
Ya estuviste intentando culpar de todo a la maldición. No sabías
de dónde podía venir esa chispa entre nosotros o por qué
nos prende de la forma en que lo hace, así que era simplemente
más fácil echar la culpa a una vieja maldición
y hacerle caso omiso.
—Vale,
¿y de dónde viene, Sam? —desafió con suavidad
Dean—. ¿Lo sabes tú? Quiero decir, ninguno de nosotros
es precisamente normal, los dos tenemos nuestras historias. Pero…
¿esto?
—No
me preocupa de dónde viene, Dean —dijo Sam honestamente—.
No me importa si surge de mis necesidades o de las tuyas. Si somos vulnerables
o estamos jodidos o somos sólo un par de pervertidos.
Dean soltó
una sonora carcajada.
—Tampoco
pensé que aún pudieras estar preocupado por eso. Perdóname,
Dean, por no haberlo visto.
—Sólo
puedes ver lo que yo dejo que veas, Sammy —admitió Dean.
—¿Dean?
No pasa nada por ser feliz. Incluso si nadie más en todo el mundo
puede alegrarse por nosotros. No pasa nada. —Y el nombre de su
padre surgió implícitamente entre ellos.
Se quedaron
callados un buen rato mientras Sam deslizaba sus cuidadosos dedos por
el brazo de Dean hasta encontrar su mano. Pero fue Dean quien entrelazó
sus dedos entre los de Sam y juntó sus palmas. Dean acarició
su piel con el pulgar, tenía el rostro más tranquilo y
vulnerable que jamás antes había visto Sam.
—Cuando
Ernie dijo que estaba marcado... pensé que quizá te estaba
llevando a rastras a algo conmigo —admitió, incómodo,
Dean—. Que ibas a quedar atrapado en lo que yo quería y
necesitaba.
—Ya,
porque como soy una nenaza sin ningún tipo de voluntad propia…
—Sam puso en blanco los ojos—. ¿Cuándo he
hecho alguna vez una maldita cosa que yo no quisiera hacer?
—Yo
realmente deseo ser feliz —Dean estaba inusitadamente dubitativo—.
Es sólo que...
—Tienes
miedo, lo sé —Sam se inclinó hacia él y le
dio un beso en la barbilla.
—¿Tú
no?
—Sólo
de perderte —estableció Sam, directo desde su interior.
—No
sólo me asusta perderte, Sam –admitió Dean—.
Es de hasta dónde llegaría para mantenerte conmigo. Es
porque incluso cuando pensaba que me estaba aprovechando de ti había
una parte de mí a la que no le importaba. —Los ojos de
Dean reflejaban su angustia—. Casi me habría aliviado encontrar
que algo diabólico era lo que me hacía sentir así.
—Dean,
tienes que darte un respiro —respondió Sam, preocupado—.
Tío, en serio. Mírame. Que sea tu hermano pequeño
ya no significa que sea un niño, nunca más. —Separó
los dedos y puso la mano de Dean sobre su pecho—. Tócame,
Dean. ¿Te parece que soy alguien que necesita protección?
Dean resopló
con una risilla pero le siguió, apretando la mano contra el duro
músculo.
—No
te estás aprovechando de mí, no me tienes aquí
contra mi voluntad. Joder, Dean, ¡soy yo el que ha estado presionando
tantísimo! Si tuviera la mitad de tu conciencia estaría
taladrándome de culpabilidad por cuánto te está
afectando esto.
Dean frunció
curioso el ceño.
—Hey,
ya ves —dijo, medio burlándose—. ¿Por qué
has presionado tanto?
Sam puso
la mano sobre la de su hermano, en su pecho, y la apretó contra
su corazón.
—Porque
vale la pena.
Dean buscó
su mirada y Sam se la cedió, mostrándole esta vez no sólo
su amor sino toda su entereza, su voluntad para hacer que aquello funcionara.
Demostrándole que no iba a dejarlo pasar. Que iba a seguir peleando.
Dean finalmente
sonrió y movió la cabeza.
—No
sé cuál de los dos es más idiota —dijo sarcásticamente.
Pero su mirada de angustia se había desvanecido y ahora sonreía.
—Pues
yo —dijo Sam rotundo, y ahora los ojos de Dean rebosaron de risa
y Sam sintió cómo se aliviaba su tensión.
—Capullo
—intentó decir Dean, pero Sam arrastró el insulto
entre sus labios y concluyó rápidamente la conversación.
Y un poco
después ahí estaba, totalmente despierto, sosteniendo
cerca de sí el cuerpo dormido de su hermano, y consciente de
que la lucha no había terminado aún. Que aquello bien
podría ser otra de esas búsquedas que nunca acaban realmente.
Ambos tenían aún fantasmas que vencer, y Dean siempre
estaría intentando llevar demasiada carga.
Sam decidió
que su misión ahora consistía en hacer entender a Dean,
de una vez por todas, que no estaba solo en la lucha, y que los amplios
hombros de su hermano eran suficientemente anchos como para cargar con
su parte.
Epílogo
El sol estaba bien alto en el cielo y una sutil brisa desplazaba diminutas
nubes blancas a través del cielo azul. Dean llevaba sus gafas
de sol puestas y tenía la espalda apoyada contra una vieja lápida
desmenuzada. Sam, tendido en el césped, descansaba la cabeza
en el regazo de su hermano, entornando los ojos, con los miembros relajados.
—¿Cuánto
rato más tenemos que estar aquí? —preguntó
Sam bostezando.
—Por
qué, ¿tienes que coger un autobús?
—Dean,
llevamos un siglo aquí. El tatuaje funciona, ¿vale? No
has visto ni un solo fantasma o maldición en dos días.
—Mira,
Sammy, cállate la boca y disfruta el descansito, ¿vale?
No va a pasar nada porque me asegure.
—Vale,
tío, lo que quieras —refunfuñó Sam, pero
no tenía la mente ahí. El regazo de su hermano era increíblemente
cómodo y éste había empezado a acariciar ligeramente
con sus dedos el cabello de Sam. El sol brillaba y no tenían
que ir a ningún sitio.
Una pareja
pasó por allí con un ramo de flores y Sammy les siguió
con el rabillo del ojo conforme volvían la cabeza y se les quedaban
mirando.
—Joder
—se quejó Dean—. Parece que no hayan visto en su
vida a dos tíos descansando en un cementerio.
—¿Qué
tal dos tíos liándose en un cementerio? —sugirió
esperanzado Sam.
—¿Es
que quieres que nos detengan?
Sam sonrió.
—Sólo
hablaba de un beso o dos, Dean. ¿Qué te pensabas?
Dean soltó
una risa.
—Pues
del estilo a lo que llevo pensando continuamente todos estos días
—admitió, irónico—, so provocador.
Sam rió,
engreído. Dean llevó los dedos por todo su mentón
y acarició suavemente el hoyuelo de Sam.
—Bah,
qué demonios —murmuró Dean quitándose las
gafas y tirándolas a un lado, para abalanzarse entonces sobre
Sam y rodar con él por el suave césped.
El sol resplandecía
detrás de Dean mientras las carcajadas de alegría de Sam
llenaban su rinconcito del cementerio, nadie llamó a la policía
y hasta los fantasmas y espíritus tuvieron la delicadeza de dejarlos
con su felicidad por una vez.
FIN
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