Donde
quiera que nos lleve el camino
Por
Gillian
Ubicación
original
Traducción:
Ikki
Beta: Ronna
Sam/Dean,
NC-17
ATENCIÓN:
Esta historia es la secuela de Recuerdos,
y tiene spoilers de ésta y de la serie, hasta el episodio 1x16,
Shadow.
Continúa
en Tocado.
Parte
Uno
Dean miraba girar su ropa
en la secadora como hipnotizado por el movimiento circular y el ruido
constante de algo metálico que golpeaba el tambor. Tenía
la mente en blanco, perfecta y relajada, además de sentir cómo
sus ojos empezaban a cerrarse bajo el peso de una larga noche de vigilia.
Oyó un portazo repentino
tras él y dio un bote, abriendo los ojos de golpe y volviendo
a la realidad.
—Perdona —dijo
Sam, sonriendo amplia y burlonamente mientras abría otra vez
la puertecita metálica y sacaba su montón de ropa de
la secadora—, ¿te estabas quedando frito, abuelo?
—Ja, ja —dijo
Dean en tono amargo, frotándose la cara ampliamente—.
He conducido yo toda la noche. Al menos tú pudiste echar una
siestecita.
—Claro, mis piernecitas
de nada y yo, ampliamente expandidos en el asiento delantero, equivalen
a un placentero descanso nocturno. —Sam sacudió unos
tejanos y los dobló varias veces antes de hacerlos una bola
y meterlos en su petate. Ambos muchachos eran licenciados en la escuela
de empacar Winchester, que consistía principalmente en engurruñir
la ropa a lo más pequeño posible para meter lo más
que pudieran en una sola bolsa.
Dean tuvo que agitar de
un lado a otro la cabeza para borrar de su mente ciertos pensamientos
lascivos.
—Mejor que nada.
Si la ropa de Sam estaba
seca, entonces la suya también, así que abrió
la tapa de la secadora y empezó a sacar sus cosas. Al ir sacando
y sacudiendo se iba fijando en las distintas prendas que había
lavado; venía a ser toda la ropa que tenía. Camisetas
negras, pantalones cortos grises. Camisas de franela, estampadas con
cuadros oscuros.
—¿Tengo
algo que no sea negro?
Dean se detuvo, extrañado
ante el recuerdo. Nunca antes le había pasado, plantearse la
ropa que llevaba. Le favorecían los tejanos y las botas de
montaña con topes de acero, también las camisas le estaban
bien. Pero todo era por comodidad y por ser lo más práctico,
más que nada. No obstante ahora empezaba a fijarse –no,
ahora recordaba que ya lo había hecho– que todo lo que
llevaba era muy... oscuro. Muy falto de colorido.
Sentir algo así
fue el sentimiento más extraño. Preguntarse algo que
siempre había dado por sentado. Examinar las razones de todo
desde una perspectiva completamente distinta y darse cuenta de que
no eran suficientes.
—Sin ofender
nuestra educación, chaval, me parece que es una puta excusa
para no comprarnos ropa.
Uf. Ojalá su gusto
para la moda fuera lo único que se planteaba.
Dean echó un vistazo
a Sam, que volvía las mangas de una sudadera de manga larga
por el lado que era. Levantó la vista y le sonrió, Dean
movió la cabeza y volvió sobre su propia lavadora.
—¿Aún
estás loco por mí? —dijo Sam, iniciando conversación.
—No estoy loco —contestó
breve Dean pagando su cabreo con los vaqueros, arrugándolos
sin piedad en una bola y tirándolos a su bolsa.
—Ya te pedí
perdón. Sólo trataba de calmar el ambiente.
Dean estrujó en
su mochila una pobre camiseta y volvió la cara hacia su hermano.
—¿Qué
ambiente? —preguntó—, no había ningún
ambiente especial hasta que has dicho eso.
Sam se ruborizó
un poco.
—Sólo comenté
que estabas muy mono.
—Ya, y ¿habrías
dicho lo mismo hace una semana?
—No —admitió
Sam— pero podría haberlo tenido en mente.
Dean se le quedó
mirando.
—Está bien,
igual yo tampoco lo habría pensado —dijo Sam, a la defensiva—,
pero no estamos en hace una semana, Dean. Estamos a día de
hoy.
—Claro, y ayer mismo
acordamos que dejaríamos esto donde se quedó —apuntó
Dean. Sam puso la mandíbula como hacía al activar el
modo “cabezón”, pero Dean ya no le miraba—,
¿no fue así?
Sam bajó la mirada
un largo rato y después se encogió de hombros ampliamente
y siguió doblando su colada.
—Estás hacienda
una montaña de un grano de arena —dijo tranquilo.
—Una pena, chaval
—dijo Dean tan sarcástico como fue capaz, separando sus
calcetines de sus calzoncillos. ¿Por qué siempre se
le enredaban?—. Supongo que no me parece tan gracioso como a
ti.
Como era de esperar, Sam
pareció contrariado y culpable. Agitaba la cabeza y se mordía
el labio.
—No me parece divertido
—dijo con sinceridad y Dean tuvo un pinchazo de culpabilidad
también.
—Vale, vale —masculló,
haciendo una pelota con lo último de su colada—. ¿Has
acabado? Necesito echar una cabezadita.
—Vale —Sam
se echó el petate al hombro y siguió a Dean fuera de
la lavandería hacia la tranquila calle. Dean se detuvo al posar
Sam su enorme mano en su brazo y apretarlo levemente.
—Dean —dijo
despacio
Dean le miró.
—No me estaba riendo
de ti. En serio.
Ahora era Dean el que realmente
deseaba ser el que riera. Rebuscó entre sus comentarios sobrios,
No seas tan endeble, Sam. ¿Ya estás con la pena
negra, Sam? Anda y tira al puto coche, Sam.
Pero ninguno pareció
salírsele de la lengua. Sam parecía tan sincero ahí
de pie, con su flequillo tan largo meciéndose en la frente,
los ojos oscuros tan brillantes y serios. Algo sacudió el pecho
de Dean.
—Bueno, vale. —Fue
lo único que pudo pronunciar. Sam esbozó una indecisa
sonrisa, con el hoyuelo formándose a medias, y el dolor en
el pecho de Dean aumentó.
—¿Podemos
irnos? —rogó, parando los pies implacable a ese dolor,
aplastándolo dentro de sí.
Sam asintió y guió
el camino, Dean dio un profundo suspiro y otro después. Todo
era un asco.
La ducha caía abundante en el baño y Dean se echó
contra el cabecero acolchado de su cama con un suspiro. Era un gran
alivio poder bajar la guardia sin Sam observando cada uno de sus movimientos.
Si tan sólo pudiera saber lo que pensaba en realidad su inescrutable
hermano pequeño. ¿Qué pasaría más
allá de esos ojos?
Una imagen surgió
en la cabeza de Dean, como una diapositiva encajando en un proyector
delante de una lente.
Los ojos de Sam, brillantes
y completamente despiertos de amor, emanando lágrimas que resbalaban
por sus sienes. La textura y el sabor de lamer con el mayor cuidado
esa humedad de tersa y joven piel, lágrimas saladas con gusto
a sangre en su boca.
Con una ristra sorda de
tacos Dean apretó el puño y lo estampó a lo bestia
contra la almohada de al lado. Podía sobrevivir sin necesidad
de visiones en tecnicolor, muchas gracias.
—Respira, Dean, respira
—se autoaconsejó por lo bajo. Era perfectamente comprensible
verse atosigado por todas esos recuerdos. Después de todo,
acababa de pasar por una experiencia traumática. Perder la
memoria, sufrir Sam esa especie de síndrome de Estocolmo, recuperar
la memoria y tener que aceptar cierto desliz.
Cualquiera se estresaría
después de aquello.
Un poco de ayuda por parte
de su hermano no habría venido mal. Pero no, el señor
Haría-lo-que-fuera-por-ti no colaboraba lo más mínimo.
Siempre estaba con miraditas de estrangis, sonrojamientos inoportunos
y exhibiendo ese maldito hoyuelo hacia él en lugar de parecer
avergonzado como tenía que ser, escarmentado por lo que había
hecho.
Dean habría dado
cualquier cosa en ese instante por borrar de su memoria los últimos
días. Borrarlos de Sam. Para simplemente devolver
las cosas a como siempre fueron entre ellos sin tanto recuerdo incómodo
y sin ese puto sentimiento en su pecho que no se iba ni a
la de tres.
Sam escogió ese
momento para irrumpir desde el baño envuelto en vapor y nada
más que una toalla de hotel. Se estaba secando el pelo con
otra toalla mientras, el agua aún brillaba sobre sus hombros
y brazos alzados. Se detuvo de golpe al mirarle Dean, cayendo la mano
de la cabeza y deslizándose de entre sus dedos la toalla con
la que se secaba el pelo.
—¿Qué?
—dijo a la defensiva.
Dean marcó el maxilar,
moviendo la cabeza de incredulidad.
—Hey, eras tú
el que quería que todo volviera a la normalidad —se defendió
Sam—. Esto es lo que uno hace normalmente después de
la ducha.
Dean cogió su neceser
y toalla y pasó indignado al lado de su hermano sin dignarse
siquiera a responder.
—Dean —dijo
exasperado Sam al adelantarle Dean y entrar al baño—.
Después de un millón de duchas en un millón de
habitaciones de motel es esto lo que...
Dean cerró deliberadamente
la puerta en las narices de su hermano, dando por terminado el discurso
de quejas.
—Ya, Sammy, sí
—masculló, girando ferozmente el grifo hasta que el chorro
de agua caliente cayó envuelto en vapor sobre el plato de ducha—,
¡pero nunca en ese millón de duchas en un millón
de habitaciones de motel te habías limpiado mi corrida del
vientre!
Dean se arrancó
la camisa y desabrochó sus tejanos dejando caer cinturón,
billetera, llaves y todo lo demás en las baldosas, apartándolas
junto con sus bóxers con el pie. Siguió con su incoherente
monólogo silencioso mientras pateaba de ahí su ropa
y se metía bajo el fuerte chorro.
—Vamos a dejar claros
los límites, fue lo que dije. ¿Qué parte no pillas?
Acordamos dejar esto atrás, Sam, pero tú no podías
hacerlo, ¿verdad? ¡Nunca puedes dejar algo atrás,
siempre tienes que revolverlo y cuestionártelo una y otra vez!
—¿Qué
dices? —gritó Sam por detrás de la puerta y Dean
se mordió el labio al percatarse de que su sutil quejarse se
había hecho una trifulca a voces.
—¡Déjame
solo, cojones! —le chilló, no muy por la labor de dialogar.
De un gruñido puso la cara bajo el chorro, aguantando la respiración
mientras el agua hirviendo le taladraba la piel, arrastrando el sudor
y la mugre de todo el día, así como ese regusto en los
labios que no era capaz de despegar de su mente.
—Dios, Sammy —susurró
saliendo hacia delante del chorro, apoyando la frente contra los azulejos
fríos y el agua le chorreó desde el pelo hacia el rostro,
por la comisura de los ojos—, por favor, tú limítate
a superarlo.
Dean se afeitaba con cuidado delante del espejo, toalla en la muñeca,
sintiendo el agradecido calor del vapor en el cuarto rodear su cuerpo
y relajar sus músculos tensos. Aún tenía que
atravesar dos largos días.
—¿Debería
afeitarme?
Y fue reviviendo las escenas
en su mente, permitiendo que el experto ritual le sosegara. Sus manos
permanecían firmes al deslizar la cuchilla por su quijada,
debajo del mentón y siguiendo cuidadosamente las facciones
que heredó de su padre.
Que Sam y él heredaron
de su padre.
Ya sobrio de nuevo, Dean
miró sus propios ojos en el espejo con la vergüenza punzándole
la espina dorsal. Sabía que estaba culpando a Sam de todo,
pero en el fondo era consciente de que no era justo. Sí, quizá
Sam podría haber mostrado algo más de sentido común
al pirarse la memoria de Dean de vacaciones, pero Dean no podía
culparle absolutamente de todo.
Pues se acordaba, perfectamente
bien, de cómo había ocurrido. La intensidad, la fuerza
de ese vínculo entre ellos. Lo había podido sentir,
mucho antes de que Sam se viera impulsado a ello, el vigor de tal
entidad. La complicidad que otorgaba.
Cerrando los ojos, Dean
fue capaz de evocar con absoluta claridad cómo fue mirar a
Sam y no reconocerle. Y aun así haberse visto arrastrado hacia
él, embelesado en los ojos de Sam, atraído hacia su
cuerpo, atrapado por su bondad. Sabía lo que era perderse en
los ojos de Sam y experimentar el infinito amor y la devoción
en ellos.
Por supuesto no hacía
falta ser un genio para deducir aquello. Dean se sintió de
algún modo falto de víveres en la despensa amorosa,
se había sentido así toda su vida. Todo su mundo había
consistido en su padre y su hermano, nadie más tenía
entrada. Ni la gente tan pintoresca con la que su padre les dejaba,
a él y a su hermano, mientras cazaba, o aquellos con los que
se embarcaba conjuntamente para cazar. Tampoco los profesores del
colegio ni los amigos de paso o las mujeres que habían traído
calor a su lecho.
Ni tan siquiera la única
mujer que sintió poder amar realmente. Ninguno de ellos consiguió
penetrar en ese espacio sola y únicamente ocupado por su familia.
Su corazón.
Por eso al pasar todo lo
demás y abrir Dean los ojos para descubrirse completamente
perdido en el mundo, pues vale, no hay que ser un sabio para averiguar
por qué se había sentido tan atraído hacia Sam.
Ni siquiera la parte sexual fue tan dura de entender, ya pasó
por una etapa en la adolescencia en la que se percató de que
la figura masculina era capaz de ponerle tanto como la femenina, en
las circunstancias precisas.
De hecho él había
dado la espalda deliberada y conscientemente a ese lado de su sexualidad,
lo había encerrado y tirado la llave. Se dijo a sí mismo
que era por su propio bien –bastante duro era intentar encajar
en la clase de lugares por los que tenían que moverse como
para encima añadir carga extra y confundirle más–.
Pero la verdad era, por
supuesto, que la represión le vino por culpa de su padre. No
porque él pensara que su padre tenía nada especial en
contra de los maricas, pero Dean no era capaz de imaginar que se tomara
bien semejante información de su hijo mayor.
Y no había sido
un palo tan grande como podría haberlo sido si Dean fuese completamente
gay. Las mujeres cubrían todas sus necesidades físicas
y el resto ya le llegaba de su familia y de cazar.
Dean abrió de nuevo
los ojos contemplando su imagen, esta vez con aire irónico.
Sam tenía razón sobre algo, era toda una perra. En el
primer momento que tuvo la oportunidad de entremezclar los tres únicos
amores de su vida se abalanzó sobre ella.
Literalmente.
Sólo tenían
que sobreponerse a aquello, él y Sam. Superar los recuerdos
y los silencios incómodos y la total y completa ineptitud de
su hermano para procesar sus pensamientos mentalmente en lugar de
en voz alta.
Si se las apañaran
para pasar los próximos días y semanas entonces todo
se estabilizaría entre ellos y podrían verdaderamente
poner el pasado en su sitio.
Joder, quizá podrían
sentarse un día juntos con unas cervezas y reírse de
lo que pasó...
Dean alzó una ceja
ante la imagen.
Nah. Probablemente no.
Sam estaba sentado en su cama leyendo el diario local que habían
cogido al registrarse en el motel. Alzó la cabeza, un poco
nervioso, cuando Dean salió del baño y tiró su
pack de afeitado y la billetera sobre la mesa.
—Ahm, Dean…
—empezó inseguro a decir.
—Siento haberte cerrado
la puerta en la cara antes —dijo Dean, esforzándose por
sonar natural.
—¿En serio?
—dijo Sam con cara de perplejidad. Bajó el periódico.
—Sí —Dean
puso su ropa sobre una silla negra y examinó la puerta principal,
poniendo la cadena y asegurándose de que estaba firmemente
cerrada. Entonces revisó la ventana, echó las cortinas
para que la luz del sol no irrumpiera en la oscura habitación—.
Es sólo que estoy agotado, tío.
—Ya —convino
Sam—, yo también.
Dean apartó las
mantas de su cama y se sentó, estudiando a su hermano cruzado
de piernas sobre el edredón.
—Tío, ¿estamos
en el mismo bando, no? —dijo con cuidado.
Sam parpadeó mirándole,
ojos pensativos.
—Quiero decir —siguió
Dean—, ¿queremos conseguir lo mismo, no? Volver a dejar
todo tal y como estaba antes de que pasara todo aquello.
—Dean —dijo
despacio Sam— Tío, no creo que las cosas puedan volver
a estar tal y como estaban antes.
Dean absorbió la
información.
—Vale —accedió,
dándole la vuelta en su cabeza—. Pero ya sabes, claro,
que jamás podrán ser como fueron durante, ¿no?
Y maldita sea si Sam no
estaba volviendo otra vez la cara, tragando con dificultad, apretando
las manos sobre el periódico. Venga, Sammy, Dean sonsacaba
desde su mente. Sé lo que quieres, chaval, pero no va a
pasar. Tienes que superarlo, Sam, sólo supéralo.
—Seh. —Cuando
Sam accedió fue en un leve susurro, pero tenía detrás
una buena dosis de sinceridad que supo para Dean a puro alivio.
—Bueno, entonces
ya está —dijo, mucho más animado—. No podemos
dar marcha atrás pero podemos seguir adelante. Sólo
tenemos que sobreponernos a todo este rollo y pasar de largo. Y, como
tú dijiste, peores cosas hemos pasado, ¿verdad?
Sam frunció el ceño
un buen rato y entonces lo relajó para torcer una sonrisa.
—Verdad.
—Cierto es —convino
Dean—. Ahora toca siesta, tío, apenas puedo mantener
abiertos los ojos. ¿No vas a dormir un rato?
—Sí, en cuanto
termine de leer el periódico —dijo Sam, ronco, moviéndolo—,
a ver si puedo buscarnos otra función.
—Qué caña
—se entusiasmó Dean, echándose y poniéndose
de lado. Sabía que estaba siendo demasiado optimista, incluso
hasta un poco cruel...
Pero…
Pero también era
consciente de lo que Sam quería; su hermano pequeño
no era muy hábil a la hora de guardar secretos hacia su hermano
mayor. Sabía por qué Sam se dejó seducir incluso
cuando pensaba que era él quien lo estaba seduciendo.
Y sabía lo que Sam
ansiaba, porque él se moría exactamente por lo mismo.
Dean se había enamorado
de su hermano cuando no tenía memoria, y era justo deducir
que Sam le correspondía pero que muy bien.
Dean sabía que era
un hombre falto de cariño toda la vida. Y sabía que
su hermano era uno que había encontrado el amor y lo había
perdido. Pero si él no estuvo en sus cabales cuando ofreció
amor a su hermano, entonces Sam de seguro tampoco lo estaba cuando
le ofreció su corazón a cambio. Hecho trizas por la
soledad, atrapado en una vida a la que ya había renunciado
y aún así no parecía tener escapatoria.
Aislado de todo lo que
era normal y seguro, ¿a qué podía aferrarse salvo
a Dean?
Fue demasiado fácil
para ambos cruzar aquella línea.
Y sería demasiado
fácil hacerlo otra vez.
Pero ahora Dean sí
que estaba en sus cabales, y como siempre era el que tenía
que llevar las riendas. Pensar con la cabeza y no con el corazón.
Era su turno de hacer lo
correcto, de llevarles a través del fuego sin que les abrasara
del todo. Sin quemar todo aquello que era especial e importante entre
ellos, convirtiéndolo en simples cenizas.
Y Dean ya se había
puesto en marcha.
Así que ignoró
los quedos sonidos que hacía Sam acostándose, apagando
la lámpara con la que estaba leyendo y recostándose
con un suspiro. Ignoró ese dolor en el pecho y el puto sabor
aún presente en su boca.
Y siguió adelante
con el papel de hermano mayor.
—Creo que he encontrado nuestro próximo trabajo —dijo
Sam, sorbiendo su café como si fueran las 7 de la mañana
en lugar de a las 9 de la noche.
Dean bostezó hasta
que le crujió la mandíbula, descansando la cabeza sobre
las manos, con los codos en la mesa de formica.
—Colega, tenemos
que volver a hacer eso de dormir cuando está oscuro.
—Pues de aquí
a que durmamos otra vez pasará bastante, si no me equivoco.
—Sam giró el portátil y Dean echó un ojo
a la página.
—Plaga de ataques
de oso en el sureste de Wisconsin. Tercero este año.
—Ya, pero fíjate
en las fechas —dijo Sam, volviendo a girar el ordenador de forma
que Dean no pudo siquiera fijar la vista del todo—. Estamos
claramente en un ciclo lunar.
Dean dejó el vaso
de café a mitad de camino de los labios.
—¿Hombre lobo?
Sam se encogió de
hombros.
—Podría ser.
—Guay.
El impala hacía un buen trabajo interestatal adelante, Dean
conduciendo mientras Sam estudiaba el mapa que habían cogido
en la última gasolinera, comprobando las coordenadas y marcándolas
con boli.
Dean le echo una fugaz
mirada.
—¿Crees de
verdad que es un hombre lobo?
Sam tomó el fino
rotulador fluorescente de su boca y lo cerró.
—Sigue el patrón.
—¿Te acuerdas
del primero que tuviste? —Dean le puso una mueca y Sam se rió
a carcajadas.
—Por supuesto. 12
años y me fallaban las rodillas.
—Papa nos dejó
“vigilando el coche” mientras lo seguía —Dean
puso cara de disgusto.
—Lo que quería
decir “Dean, vigila a tu hermano pequeño mientras le
sigo la pista” —tradujo Sam—. Te dejaba hecho una
furia.
—Sólo quería
formar parte de la cacería.
—Entonces el puto
bicho se volvió sobre sus pasos y papá estaba detrás
bramándonos que entráramos en el coche y nos pusiésemos
en marcha.
—Y yo intentaba arrastrarte
al coche mientras tú gritabas que no ibas a dejar a papa atrás.
—Como si no pudiera
cuidar de sí mismo —sonrió Sam—. Y entonces
el bicharraco irrumpió de su escondite y tú simplemente
lo embestiste con el coche.
—Era un mamón
asqueroso —renombró Dean.
—Y se volvió
hacia nosotros y papá aún gritaba desde los árboles
y tú esperaste y esperaste, tío —dijo Sam meneando
la cabeza—, te juro que llegué a oler el pestazo de su
aliento. Y entonces ¡bam!
—Entre ceja y ceja
—concluyó satisfecho Dean.
—Entonces llegó
papa y se puso a vociferar. Y tú con tu sonrisa de tragar broncas
en la cara.
—Y tú estabas
en el suelo potando la cena por toda la rueda delantera del coche
—recordó Dean con la eficaz memoria de un hermano mayor.
Sam movió la cabeza
y suspiró.
—Tío, papá
estaba cabreado. Pero ¿te acuerdas, cuando volvimos al coche?
La mueca de Dean se relajó
hacia una sonrisa.
—Seh.
—Te dio tu primera
cerveza.
Dean rompió endiablado
a reír.
—Bueno, él
pensaba que era tu primera cerveza.
Dean aún se descojonaba,
con la lengua fuera, la viva personificación del diablo.
—Es decir —rió
Sam—, hizo como que pensaba que era tu primera cerveza.
—Oficialmente mi
primera cerveza —aclaró Dean.
—Y dijo que acababas
de entrar a formar parte de la élite. Aquellos que se habían
cargado a un hombre lobo. Dijo que pocos quedaban vivitos y coleando.
—Dean dio un suspiro
y movió la cabeza.
—Tío, qué
buenos tiempos.
Sam asintió de acuerdo.
—Eran buenos tiempos
—reconoció.
—Poco antes de que
entraras en tu terrible adolescencia.
—A ti lo que te pasa
es que te jode que pegara semejante estirón, chaval.
—Friki.
—Enano.
Sam dio un sorbo de cerveza y señaló en el mapa.
—Aquí, esa
cosa ha matado tres veces en un radio de tres kilómetros en
los últimos tres meses. Y siempre en noches de luna llena.
—No sé, Sam
—dijo Dean, mirando ceñudo al área en cuestión—.
Wisconsin rebosa de historias de hombres lobo. ¿Y si es un
puñado de majaras jugando a los monstruos?
—Bueno, la gracia
de las balas de plata es que matan lo mismo que las normales.
—Dean alzó
las cejas.
—Sammy, Sammy, Sammy.
¿De verdad insinúas que matemos a una personilla?
Sam abrió su portátil
y entró a un enlace. Apareció una foto en blanco y negro
de una sonriente niña pequeña, mejillas marrones y regordetas
rodeando su brillante sonrisa, cabello cogido en dos trenzas con lazos
enormes.
—La segunda víctima
—gruñó Sam—. Laura Benton. 9 años.
Dean examinó el
pequeño y feliz rostro, y apretó los dientes.
—Mensaje captado.
Sam suspiró y cerró
la tapa.
—A veces un monstruo
es un monstruo.
—Sí.
Permanecieron callados
en sus asientos unos minutos mientras la actividad del bar bullía
a su alrededor. Terminó una canción en la máquina
de discos y empezó otra que hizo instantáneamente que
los dos hermanos se miraran y se quejaran.
—Oh, no —Dean
puso los ojos en blanco—. Si no vuelvo a escuchar esa canción
otra vez moriré como un hombre feliz.
—Papá también
oyó ese disco hasta desgastarlo —convino Sam—.
Juro por Dios que lo he estado escuchando en sueños meses y
meses después. A día de hoy soy incapaz de oír
a los Eagles sin dejar de pensar que estoy echado en los asientos
traseros del Chevy, mirando las estrellas mientras viajamos por la
noche.
Una pelirroja de enormes
piernas pasó por allí y guiñó un ojo captando
de inmediato la atención de Dean mientras se dirigía
al bar.
—Siempre me he preguntado
qué pasaba con la canción —reflexionaba Sam, ajeno
por completo a la distracción de su hermano—, para que
enganchara a papá de esa forma. Quizá es que le traía
buenos recuerdos…
—Hmm —pudo
esbozar Dean, siguiendo con los ojos la trayectoria de la pelirroja
mientras entraba en el bar. Le lanzó una mirada rápido
bajo sus pestañas y él gimió. Entendido.
El silencio de Sam llamó
su atención y volvió hacia él la cara, pero Sam
no le estaba mirando. Tenía la vista abajo en la botella que
sostenía entre las manos, estudiando la etiqueta como si fuera
a examinarse de ella al día siguiente. Estaba blanco como la
pared.
Dean volvió a mirar
a la pelirroja, que ahora le clavaba descaradamente los ojos, pasando
el dedo por el borde de su vaso.
Dean reprimió un
gemido. Estaba como un tren y, probablemente, la tenía asegurada.
De haber sido otra noche de su vida ya estaría encima de ella,
sacando encanto y mentiras a espuertas.
Pero no era cualquier otra
noche, era esta noche. Y Sam estaba sentado en frente con aspecto
de que se hubiera escapado su perro.
—Hey —dijo
Dean propinándole indiferente una patada bajo la mesa.
—Au —dijo Sam
mirándole.
Dean hizo un gesto con
la cabeza hacia las mesas de billar de la esquina.
—¿Una partida?
Sam se quedó con
cara de póquer, mirando alternativamente a Dean y a la barra.
—¿Cómo?
¿Tú y yo?
—No, yo y el hombre
lobo de Wisconsin —saltó Dean—. Venga ya, Sam,
que te vas a oxidar totalmente.
—Aún puedo
darte una paliza hasta con los ojos cerrados —dijo Sam, con
una sonrisa burlona asomando.
—Uuuuuh, mucho pe
y poco pa —canturreó Dean apurando su botella—.
Ve a ver si puedes pillar una mesa, yo voy a por otro par de cervezas.
Sam se quedó ahí,
apuntalando una mirada inquieta a la barra, pero Dean simplemente
sonreía y se abría camino entre la gente hasta dejar
las botellas vacías y llamar al camarero para pedirle dos más.
—Pensaba que no ibas
a llegar nunca —dijo la pelirroja, su aroma embistiéndole
antes incluso que lo hicieran sus palabras. Tomó aire profundamente
y le puso una mirada lujuriosa.
—Así que es
cierto lo que dicen. Las mozas de Wisconsin son lo más precioso
de los Estados Unidos de América.
—¿Sueles decir
ese tipo de cosas? —sonrió ella y Dean parpadeó
inocentemente, disfrutando del juego, tan habitual para él
como respirar. Llegaron sus cervezas y alargó el brazo con
un billete y pasando del cambio.
—Encanto, una muchacha
como tú debería haber recibido todos y cada uno de mis
piropos —dijo como lamentándose, cogiendo las botellas—,
y créeme que nada me gustaría más que probar
cada uno contigo.
—¿Pero? —se
apenó ella.
Se encogió de hombros
y se alejó del bar.
—Pero esta noche
tengo que cuidar de mi hermano pequeño, está un poco
regular —Dean cabeceó distraído hacia las mesas
de billar. Sam se movía por allí, con su larga y desgarbada
planta en la mesa de billar, mirando de vez en cuando hacia la barra.
La pelirroja hizo mohín
de desilusión.
—¿Alguien
le ha roto el corazón?
Dean inclinó la
cabeza.
—¿Sabes qué?
Sí, algo así. También un bellezón. Pero,
entre tú y yo, para nada suficientemente bueno como para él.
Ciao.
—Otra vez será
—dijo ella y le guiñó por encima del hombre.
—Cuenta con ello.
—Sí que te
ha costado —le recibió Sam. alargando la mano hacia su
cerveza.
—De nada —apuntó
Dean— Y ahora, ¿echamos a suertes quién rompe?
(1)
Sam había perdido
práctica. pero la recuperó bien rápido; para
la última partida del mejor de tres Dean tuvo que esforzarse
para ganar. Recibió una ronda de aplausos al meter la última
bola y atacó a la afición, consciente de que había
un par de jetas reticentes a soltar el dinero apostado. Dos horas
después los muchachos Winchester tenían más de
300 dólares y empezaban a disfrutar la noche como tal.
—El que gana se lo
queda —bromeaba Dean mientras caminaban las dos manzanas que
les separaban del motel.
—Me he puesto al
día bastante rápido —caviló Sam—.
Solía echar una partida o dos para ganar un dinerillo extra
cuando llegué por primera vez a la universidad. Después
pillé un curro a tiempo parcial en un almacén de libros.
Entonces se fue apagando,
reservado como siempre respecto a esos años, y Dean no le forzó.
La verdad es que nunca había querido saberlo.
Era una noche bonita, a
un día de que la luna llena brillara en todo su esplendor,
y una cálida brisa agitaba los papeles que había por
la calle. Dean respiró profundamente antes de detenerse, apoyándose
ocioso contra un árbol, disfrutando las formas que dibujaba
la luz de la luna sobre su piel, como tatuajes efímeros, cambiando
y retorciéndose conforme movía sus dedos.
Estaba obligado a tirar
del carro, pero no le apetecía nada.
—¿Sabes, Sammy?
Tenemos que hablar.
El amago de risotada de
Sam sólo hacía todo un poco más incómodo.
—Qué novedad.
Suelo ser yo el que quiere hablar mientras tú me dices que
me calle la boca.
—Créeme, preferiría
evitar esta conversación —dijo fervorosamente Dean.
—Suena grave —Sam
se echó en una señal de tráfico, cuan largo era.
Aún ahora Dean se sorprendía a veces del porte tan masculino
que había adquirido Sam. A los dieciocho su hermano era todo
inquietud y energía, finos huesos jóvenes, cubiertos
de lisa piel.
Tantos años entre
medias habían desterrado para siempre a aquel chiquillo, pero
Dean todavía le miraba como esperando verlo de nuevo.
—Creo que necesitamos
algún tipo de calendario para esto, Sam —dijo Dean tratando
de quitar importancia—. Necesito saber en qué punto estamos.
—¿De qué
hablas? —La voz de Sam era grave.
—Ya sabes a qué
me refiero —dijo Dean, implacable. Se mordió el labio
un segundo, debatiéndose entre dejar el tema o insistir un
poco más—. Necesito saberlo, tío. No puedo acercarme
a una tía buenorra sin que sienta que te rompo el corazón
o algo así.
—Que te den —reventó
Sam, impulsándose desde la farola hacia adelante.
—Necesito poder ligar
con una chica preciosa sin que parezca que te estoy engañando,
Sam. —Dean se puso tenso al acercársele Sam con los puños
apretados. La adolescencia le había demostrado que Sam no se
comedía a la hora de dar un buen puñetazo si se le forzaba
demasiado.
—Cómo puedo
llevar a una tía a casa sin que tú...
—¡Cierra la
puta boca! —chilló Sam y Dean se calló. Ya le
había forzado suficiente de momento—. ¿Es eso
lo que pasa, Dean? —preguntó Sam con voz ronca—.
¿Otro rollo de una noche? ¿Rollo a la vista para engrosar
la lista? Bueno, ¿y a qué coño estás esperando?
No permitas que yo te pare.
—Puede que no lo
haga —le devolvió Dean, sintiendo crisparse sus nervios.
Dios, pensaba que iba a darle algún pequeño respiro
por intentar hacer lo correcto.
Sam dio otro paso adelante
pero Dean no cedía terreno, levantando la frente para plantar
cara al rostro iracundo de su hermano. Levantó su enorme mano
pero todo lo que hizo fue mantenerla alzada.
—Las llaves.
Dean apretó los
dientes, sintió golpes de ira batiendo en las sienes.
—No esperes despierto
—le espetó, buscando las llaves por su chaqueta y lanzándolas
a la mano de Sam. Un fugaz roce con su piel fresca y Sam ya se estaba
marchando, más allá de las sombras oscilantes hacia
la negrura, con la luz de la luna dando a su piel el color de la ceniza.
Y por un momento la ira
en sus ojos se desvaneció, la mandíbula apretada y la
boca temblando, y Dean pensó que igual se había pasado
un poco.
Pero Sam simplemente se
dio la vuelta y siguió calle abajo sin una palabra más.
Dean no volvió al bar que acababan de abandonar, tenía
los pies demasiado inquietos como para tenerlos parados y prefirió
caminar, pasando otro pub de luces brillantes antes de encontrarse
un poco más lejos de la manzana. Se estaba tranquilo dentro,
menos música estridente y menos gente riendo, había
borrachos algo más serios ya camino de pillarla bien pillada
antes de volver renqueando a casa a lo que fuera que les esperara.
Y todo lo que le esperaba
a él era dos metros de hermano cabreado, pensó taciturno
Dean, metiéndose la bebida de un trago y pidiendo otra. ¿No
se había quedado perplejo de lo mucho que había madurado
Sam? Bien, pues una mierda, seguía siendo el mismo mocoso de
siempre. Toda su vida había sido el bebito, el preferido, el
niño mimado. Toda su vida dejó felizmente que Dean le
protegiera, cuidara de él, le limpiara los mocos de la nariz
y le abrochara el puto abrigo.
Y ahí estaba ahora
el hermano mayor, tratando de nuevo de hacer lo correcto, intentando
enmendar el desastre en el que Sam, alegremente, les había
introducido tan fresco, y ¿qué agradecimiento había
recibido él? Más afrenta. Una falta total de comprensión.
Si fuera por Sam habrían
vuelto en seguida a la habitación del motel, poniendo carita
de dulce y besucón. Da igual mañana, que le jodan a
las consecuencias a largo plazo como hermanos. Estarían de
vuelta en el cálido e íntimo cuartito. Besándose.
Rozándose.
Dean bajó la bebida
que se estaba llevando a la boca y los recuerdos le invadieron.
Rodando por la cama, apretándose
contra Sam. Besándole por fin, acariciando esos hombros, ese
suave y largo cuello, bajando por los fuertes músculos de sus
brazos. Sam debajo de él, gimiendo, retorciéndose, ¿quién
habría imaginado nunca que se encendía tan rápido?
¿Que se movía tan perfectamente bien? Se acoplaba con
su hermano mayor tan jodidamente bien…
Líquido resbalaba
por sus dedos y Dean miró su mano temblorosa, gotas de caro
whiskey se deslizaban por los lados del vaso hacia la barra llena
de grietas.
Mierda. Todo aquello era
aún tan real y tan jodidamente cercano. Debió ignorar
a Sam sobre la marcha y quedarse con la oferta de esa pelirroja. Estaría
ahora mismo bien metido entre sus caderas, degustando su pálida
piel. Librándose de esa necesidad punzante.
Pero aún así
no pudo encontrar las ganas para volver al bar, y, de todas formas,
probablemente ella ya estaría pillada y bien pillada a estas
alturas.
Y… realmente no fue
capaz de generar deseos hacia ella en ese momento. No era la suavidad
de la piel femenina lo que anhelaba, sino el rudo tacto de unas manos
fuertes, deslizándose por su tórax, agarrándole
de las caderas, desafiándole.
Y no eran tampoco las manos
de cualquier hombre. Joder, Sam. ¿Por qué tengo
que desearte a ti?
Pero sabía bien
por qué, ¿no? Simplemente porque negarse a ese dolor
no lo hacía menos real. Todo ese amor que debió quitarse
de encima mientras era el hermano de Sam había vuelto a apoderarse
de él. Estaba enteramente ahí delante. Y abrasaba como
metal hirviendo.
Ligeros ruidos por la esquina
llamaron su atención e inclinó su cabeza, observando
a cuatro hombres sentados en una mesa. Uno de ellos barajaba profesionalmente
un mazo de cartas, repartiéndolas velozmente.
—¿Quieres
jugar? —le llamó el repartidor, viendo que Dean le miraba.
Dean echo un ojo a su bebida
derramada y entonces le echó otra mirada.
—Te lo advierto,
no estoy de humor para perder.
Eran las dos de la madrugada cuando Dean cerró y echó
el pestillo en la puerta del motel después de entrar. El cuarto
estaba oscuro y quieto, pero supo de inmediato que Sam estaba despierto.
Años de compartir cuarto le hacían conocer las formas
de respirar que tenía a la perfección. Dean se desnudó
hasta quedar en bóxers y camiseta antes de meterse en la cama
con un suspiro.
Debía dormirse de
inmediato. Lo sabía.
El silencio se rompía
ante el tictac de un reloj de pared, y todavía no había
cambios en la respiración de Sam. Dean cerró los ojos
y se obligó a dormir.
Mierda.
—He ganado 400 pavos
—dijo silenciosamente, al cuarto.
Silencio.
—Jugando al póquer.
Silencio.
Maldita sea.
—Eso es lo único
que he hecho. Sólo jugar al póquer.
Crujido de las sábanas
al girarse Sam y los ojos de Dean, acostumbrados a la oscuridad, vieron
que los de su hermano estaban abiertos, un brillo como de oscuro cristal.
Mirando hacia él, cruzando el espacio entre sus camas.
Dean suspiró.
—Duérmete,
Sam —dijo, antes de girarse y mirar para otro lado.
Parte Dos
Sam se había
ido cuando Dean despertó, estiró sus miembros bajo las
sábanas y arrugó los ojos mirando su reloj. Había
dormido toda la mañana y todavía tenían que prepararlo
todo para la noche de caza. Por no hablar de inspeccionar la zona y
vigilar su posición antes de que saliera la luna.
Para cuando
Sam volvió Dean ya se había levantado y vestido, y empollaba
el mapa con su segunda taza de café.
—Dime
que has traído comida —dijo, inspirando el tentador aroma
de los dónuts.
—Frita
y azucarada —confirmó Sam, sacando una caja de la bolsa
de papel y tirándola en frente de su hermano—, para que
no digas que nunca hago nada por ti.
Dean sucumbió
a la oferta cual hombre muerto de hambre y aspiró dos de esas
delicias cubiertas de canela antes de interponer la caja en el camino
de Sam. A pesar de los comentarios sarcásticos sobre azúcar
y grasa, Sam se sirvió una taza de café.
—He
hablado con algunas personas por el centro —le contó Sam,
abriendo su portátil y manejando el ratón—. No hemos
sido los únicos en fijarnos en el ciclo lunar.
Dean gruñó
dando un bocado al dónut aún caliente.
—Imaginaciones.
Corren rumores sobre hombres lobo por aquí desde hace décadas.
Muertes violentas como éstas tienden a despertar ideas de todo
tipo.
—Sí,
bueno, los polis están buscando un depredador bastante humano,
así que vamos a tener que ir evitándolos toda la noche.
No obstante creo que nuestro mayor problema van a ser los buscadores
de emoción. Ya he pillao tres grupos en el pueblo, todos con
todo-terrenos y rifles de francotirador.
—Genial,
justo lo que necesitábamos, puretas hasta arriba de licor disparando
a todo lo que se mueva.
Sam suspiró
hacia la pantalla.
—Esto
hará nuestro trabajo más duro aún.
—Puede
que no —dijo Dean, chupándose azúcar y canela de
los dedos y girando el mapa para que Sam pudiera verlo—. He estudiado
el patrón de los tres ataques y creo que tengo algo. Mira, nuestro
depredador parece ir aleatoriamente, pero hasta ahora ha atacado al
este, luego al oeste y luego al este de nuevo por esta zona.
Sam estudió
la zona de bosque marcada en el mapa.
—¿Crees
que eso es un patrón? A mí me parece bastante al azar.
—Creo
que ésa es la intención. Si los cazadores se desplazan
a la zona donde ocurrió el último ataque, entonces, joder,
podrían tener suerte. Pero si vigilamos la parte oeste del bosque,
creo que tendremos alguna posibilidad de echar al saco a esa cosa.
Sam contó
con la posibilidad mirando el mapa.
—Quizá
—concedió—, pero ¿y si te equivocas?
—Bueno,
no podemos estar en todos sitios. Si me equivoco algún cabronazo
peludo va a ponerse las botas esta noche. Entonces intentaremos matarlo
otra vez mañana. Tenemos tres noches de luna llena.
—Merece
una noche de cacería —Sam sorbió su café—.
Oye, Dean, respecto a anoche...
—Sí
¿estuvo guay, eh? —dijo Dean como si nada—. Entre
lo que sacamos al billar y lo que gané jugando al póquer
estamos que lo tiramos ahora mismo.
—Tío
—insistió, testarudo, Sam—, realmente tenemos que
hablar.
—¿De
lo bien que fue anoche? —dijo Dean con sarcasmo—. No, Sam,
no necesitamos hablar. Ya hemos dicho todo lo que hay que decir. Tenemos
que sobreponernos a esto y punto.
—¿Y
si no podemos? —respondió Sam sin rodeos.
Dean se impulse
de la mesa y se quedó de pie.
—Lo
haremos —dijo con decisión.
—Yijas
a las seis —dijo Sam en voz baja y fueron a esconderse en los
arbustos, camuflados perfectamente a la clara luz de luna con ropa gris
y negra.
—Al
menos se dirigen al este —murmuró Dean en la oreja de su
hermano al irse desplazando los tres hombres.
—Qué
suerte que no lleven un perro sabueso con ellos.
—Suerte
la de los perros —dijo Dean exhibiendo sus dientes y dando palmaditas
a la enorme cuchilla encorreada al muslo.
—Tío,
no matarías un perro inocente, ¿no?
Dean puso
los ojos en blanco mientras salían con cuidado del escondrijo
y se encaminaban hacia el claro que exploraron esa misma tarde.
—No,
mucho mejor, dejaría que otro ser humano fuera devorado por el
hombre-lobo, Sam. Cagón.
—Esto
servirá —dijo Sam deteniéndose en el centro del
descampado y soltando en el suelo su bolsa. Empezó a preparar
carne cruda mientras Dean se encargaba de esparcir las pistas de sangre.
Dean cogió
el frasco y empezó a gotear sangre desde el círculo de
carne donde estaba Sam hasta el borde del claro. Había usado
el uniforme de un camillero para trincar un par de bolsas del centro
médico local y silenciosamente hizo voto de donar sangre en el
banco de sangre más próximo tan pronto como pudiera, para
compensar.
Colocada
la señal, volvió al centro del claro y tomó posición
junto a Sam, espalda con espalda, mirando a la línea de árboles.
—Va
a ser una noche eterna —observó Sam.
—El
primero de los tres ataques sucedió después de medianoche
—convino Dean en voz baja—, pero no podemos contar con eso.
El rastro que deja la sangre humana se extiende bastante, podría
atraer a la cosa ésa mucho más rápido.
—Sólo
espero que no le dé por seguir el de uno de esos payasos buscaemociones
mientras hablamos.
Se hizo el
silencio, roto únicamente por los sonidos de la noche a su alrededor.
Pero esta vez era un silencio cómodo, ese silencio familiar durante
el trabajo de los Winchester. La espalda de Sam estaba fija y cálida
contra la suya propia y Dean se relajó en una especie de trance
de cazador. Había aprendido con el tiempo a construirse paciencia,
a guardar la energía manteniendo a la vez bien alerta los sentidos.
Estaba bien entrenado tras largas noches agachado con su padre y su
hermano por panteones y casas malditas. Cultivando el silencio. Convirtiéndose
en uno con la noche de tal forma que era capaz de percibir sin darse
cuenta cuándo los tres empezaban a respirar al mismo ritmo, con
los corazones latiendo perfectamente a la par.
No había
nada en el mundo como aquello, eran momentos así por los que
vivían para la caza. Su hermano y él, mentes en impecable
sintonía, sentidos alerta, tan al unísono con el otro
a la hora de cazar que anticipaban con maestría los movimientos
que iban a hacer. Incluso después de tantos años lejos
Sammy había recuperado todo aquello como si jamás se hubiera
marchado. Esos movimientos sutiles, pasos medidos al milímetro.
Respaldándose, cubriéndose recíprocamente, señales
fugaces, comunicación inaudible.
Por todo
esto era por lo que Dean seguía en la caza.
Por esto
era por lo que más había extrañado a Sam mientras
estaba lejos.
Por esto
era por lo que más echaría de menos a Sam cuando se fuera
de nuevo.
En esto pensaba
Dean cuando dejó volar la mente aún con sus agudos sentidos
alerta, en si quizá hubo alguna razón inconsciente que
explicara lo que ocurrió allá en California. ¿Sería
por eso que le dio tan fuerte por Sam al perder la memoria? ¿Sedujo
a su indefenso hermano pequeño por toda esa atención y
todo el cariño que él había anhelado tanto tiempo?
¿Sería porque en algún punto, bien profundo en
el culo de su cerebro, una parte de él aún intentaba conseguir
que Sammy se quedara a su lado?
Nunca fue
muy proclive a todo ese rollo de Freud, prefería pensarlo todo
con la cabeza y dejar lo que hubiera más hondo a todos los del
rollo emo. Pero aquello era una explicación con la que quizá
podría vivir Dean. Y tuvo que admitir, para él tan solo
y para nadie más, que llevaba dándole vueltas horas extra
desde Chicago, intentando encontrar una forma de arrastrar a su hermano
de vuelta a su vida. De vuelta a su vida, donde debía
estar.
Pero eso
no explicaba el resto del asunto, ¿no? No explicaba algo que
apenas era capaz de admitir, y que nunca admitiría ante Sam.
Que esas horas, aquella noche, en los brazos de Sam, habían sido
unas de las más dulces de toda su vida.
Y no fue
sólo por el sexo, el cual resultó sorprendentemente morboso
considerando el hecho de que en verdad no pasó de un buen sobeteo
por el cuerpo y meneárselas un poco. Fueron los sentimientos,
la intensidad. El puro amor abrumador detrás del acto fue lo
que elevó aquella ardiente pasión a algo… sublime.
Dean se mofaba
interiormente de sus propios pensamientos ñoños, feliz
de que Sam no estuviera aún licenciado en leer mentes. Habría
hecho todo un banquete para celebrar semejante admisión.
Un aullido
lejano les llegó por el aire y alzaron sus cabezas y se tensaron
como si fueran uno solo. Otro aullido y Sam subió al hombro su
rifle.
—Se
está acercando.
Dean asintió,
con los sentidos a punto de estallar. Todo su instinto de cazador gritaba
a voces que algo se acercaba. Nubarrones taparon la luna y se oscureció
el descampado, pero ahora podían oírlo claramente, un
violento aullido gutural, despertando un escalofrío de miedo
primitivo por la espalda de todo infortunado ser en su camino.
—Está
ahí mismo —murmuró Sam pero Dean negó con
la cabeza.
—Ni
de coña —negó con un susurro—. Está
en contra del viento. ¿Es que no lo hueles?
Detrás
de él la caja torácica de Sam se expandió al inspirar
profundamente.
—Sí
—dijo, sonando indeciso—. Entonces está a tiro para
ti.
—Mantén
los ojos atentos por tu lado —instruyó Dean, rifle al hombro,
ojos aún fijos en el bosque de delante—. Ya sabes lo que
disfrutan estos cabrones cambiando de dirección.
Apenas había
terminado de decirlo cuando emergió, como salido de la nada por
la maleza en una explosión de hojas y ramas, rodeado del hedor
del pelo apelmazado y de su aliento, que los golpeaba como un ataque
psicológico. Dean difícilmente tuvo tiempo de captar una
brizna de tal aroma antes de que echara atrás la cabeza en un
triunfal aullido y echara a correr hacia ellos, golpeando el suelo con
sus ponderosas piernas conforme atravesaba el claro entre respiración
y respiración.
El tiempo
pareció ralentizarse al disparar Dean apuntándole al pecho
–a pesar de sus experiencias anteriores sabía que un disparo
al pecho era la apuesta más segura a esa distancia– y apretar
el gatillo. El cañón del arma de Sam estaba en su visión
periférica mientras observaba la explosión rojo brillante
abrirse en el pecho enmarañado de pelo de la criatura, y entonces
se desplomó como un saco, muerto antes de golpear el suelo pero
aún con espasmos.
—¿Está
muerto? —preguntó Sam con el rifle aún en alto,
listo para cubrir a su hermano de haber errado el tiro o si se le encasquillaba
la escopeta.
—Dios,
eso espero —dijo Sam fervorosamente— Colega, ¿has
olido alguna vez algo igual?
Bajó
despacio el rifle y dio cauteloso un paso hacia el cuerpo, manteniéndose
fuera de su alcance pero agudizando el oído ante el mínimo
atisbo de respiración. Los espasmos cesaron por fin, pero entonces
otro ruido llegó desde su espalda, crujido de ramas, el murmullo
áspero de una respiración. Recuperó el juicio de
golpe y se giró gritando, elevando su rifle, maldiciendo la oscuridad
al esconderse la luna entre las nubes.
—¡Hay
otro más! —bramó, pero ya estaba demasiado cerca,
más pequeño, igual de peludo y horroroso, pero estaba
contra el viento y era bastante más silencioso que su compañero.
Sam tenía su arma en el hombro y la cosa estaba ya lanzándose
en el aire cuando recibió el disparo, recibiendo la bala de Dean
una fracción de segundo después. Aterrizó describiendo
su propio arco, alcanzando las piernas de Sam, tirándolo al suelo
de bruces y rodando una y otra vez con la energía de la caída.
Fiambre total.
—Hostia
puta —maldijo Sam desde el suelo, con el rifle a tomar por saco
del impacto, abierto totalmente de piernas—. Eso ha estado jodidamente
cerca.
—¿Te
ha alcanzado? —chilló Dean, manteniendo armado su propio
rifle, rastreando con los ojos todo el perímetro del descampado.
—Tío,
estaba muerto antes de dar contra el suelo —dijo Sam arrimándose
a por su arma y poniéndose de pie—. Casi... ni me ha rozado...
—¿Qué?
—dijo Dean, presa del pánico. Abandonó el reconocimiento
del perímetro un segundo y se quedó rígido del
miedo, nublada la conciencia del horror. Había cortes irregulares
en los vaqueros de Sam por la zona del muslo. Brotaba líquido
del corte, ennegrecido a la oscuridad. Sam lo tocó, levantó
los dedos y se quedó mirándolos un momento antes de mirar
a los ojos de su hermano.
—¿Dean?
—Agua
bendita —dijo Dean dejando caer el rifle y buscando histérico
el frasco en su chaqueta. Agarró la tela rasgada y la rompió
del todo, exponiendo el corte superficial.
—Creo
que ha sido con una piedra —dijo Sam aturdido, mientras Dean derramaba
por el corte agua bendita.
—¿Escuece?
—demandó Dean en tensión—. ¿Te arde
la herida con el agua?
—No…
no lo sé —dijo Sam—. Mme escuece porque es una herida.
—Sam
—dijo Dean cogiéndole por los hombros y sacudiéndole—,
¡céntrate, tío! ¡Necesito que pienses! ¿Te
ha herido el puto bicho? ¿Colmillos o garras?
Sam frunció
el ceño, limpiándose la mano en la camisa.
—No
lo sé —dijo despacio—. Creo... creo que no. Pensé
que era solo una piedra, tío.
Dean escudriñó
todo el suelo; el claro estaba lleno de piedras y hierba tupida, y pudo
ver un tenue brillo de líquido oscuro en el suelo, pero no había
forma de saber si era de Sam o del hombre-lobo.
—Nos
piramos de aquí —dijo Dean, nervioso, tratando de permanecer
en calma. Quería gritar y llorar y echar atrás la cabeza
y aullar a la luna, pero Sam estaba obviamente en estado de shock y
la herida aún sangraba, goteando por la pierna, mezclándose
con el agua bendita, embadurnando en una mancha oscura la desgastada
tela vieja.
—Había
dos de ésos —dijo Sam, trastabillando un poco y enderezándose
mientras Dean se alargaba a coger su rifle para tenerlo al alcance de
su hermano. Dean sacó la pistola de mano y la sostuvo, preparada
mientras penetraban en la oscuridad del bosque hacia la carretera.
—Qué
mierda —dijo Dean, deseando poder arriesgar un poco de luz. Los
disparos habrían atraído a la poli y a aquellos pirados
a toda mecha, no podían exponerse a que les pillaran ahí.
Más atrás los cuerpos ya estarían cambiando a la
forma humana y ni Sam ni él necesitaban quedarse por ahí
a verlo. Iba a ser una interesante historia para la prensa al día
siguiente de todas formas, una pareja desnuda con balas de plata en
el centro del país de los hombres-lobo. Dean visionó de
mala gana la ciudad vendiendo camisetas de hombres-lobo y repleta de
cafés ambientados con monstruos en menos de un año.
La luna salió
de detrás de las nubes y el bosque que les rodeaba se llenó
de sombras plateadas y azules. Sam se paró en seco, rifle firme
contra el pecho, temblando como una hoja.
—Dean
—tartamudeó— ¿y si no ha sido una piedra?
Dean apretó
la mandíbula.
—Ya
lidiaremos con eso —prometió en tensión—.
De momento vamos ya al coche, Sammy, ¿vale?
Sam asintió
ceñudo, andando a traspiés, y Dean le echó un brazo
a la espalda para sujetarle mientras apartaban las ramas del camino
hacia la carretera. Se revolvían sus músculos bajo la
chaqueta y la camisa y Dean le apretó más fuerte contra
sí, sentía la necesidad de notar el calor de su hermano,
vivo y coleando, a su lado.
—Al menos es sólo el primer día del ciclo lunar
—dijo Sam, secándose el pelo con una toalla. Dean sumergió
un trapo de gasa en agua bendita y lo apretó contra el corte,
justo debajo del dobladillo de los calzoncillos de Sam. Tenía
aún caliente y húmedo el muslo de la ducha.
—Colega,
no creo que el agua bendita sirva para nada.
—Bueno,
si tienes una idea mejor, Sam, estaré encantado de oírla
—le espetó Dean. Sam simplemente le miró y Dean
se frotó los ojos cansado—. Perdona —murmuró.
—Creo
que no hay mucho que podamos hacer contra una infección de hombre-lobo
—dijo Sam con delicadeza—, salvo usar balas de plata.
—No
vamos a llegar a eso —le dijo Dean con firmeza—. He estado
pensando en ello y no creo que esa cosa te mordiera, estoy seguro de
que ni siquiera te acercó los dientes. ¿Dijiste haber
aterrizado en una piedra?
—Fue
todo muy rápido —Sam se disculpó encogido de hombros—.
Ni siquiera estoy seguro de lo que sentí, tenía la adrenalina
por las nubes. Pero incluso si no me cogió… ¿qué
pasa si su sangre alcanzó la herida?
—Joder,
Sammy, piensa en positivo, ¿quieres? —Dean soltó
un suspiro y cruzó hacia la ventana—. Casi ha amanecido.
Dios, va a ser un puto día eterno.
—Podría
ser peor —dijo Sam sobriamente—. Podría haber pasado
todo esto el último día de luna llena y tendríamos
que esperar todo un mes hasta averiguar...
—Al
menos eso nos habría dado tiempo para buscar una cura —le
machacó Dean estrujando la cortina con la mano.
—Dean
—dijo Sam despacio, pero Dean le cortó con un gesto.
—Voy
a darme una ducha, a ver si puedo quitarme de encima el pestazo del
puto bicharraco de la cabeza. ¿Te encuentras bien?
Sam asintió.
—Estoy
bien. Debería estar cansado pero creo... me parece que, de momento,
no estoy muy por la labor de dormir.
—Va
a ser un largo día —repitió Dean.
Cerró
tras de sí la puerta del baño y se deslizó de espaldas
por la puerta de madera hasta golpear el suelo con el culo. No sabía
cómo encontrar las fuerzas para desvestirse, abandonado a través
de las interminables horas del día que aún tenía
por delante. Alzó las manos y las metió en un bulto de
la chaqueta. Hacia su pistola.
La que tenía
cargada con balas de plata.
—Deberías comer algo —dijo Sam, alzando los ojos
del bloc de notas del hotel.
Dean trasteaba
el mando a distancia, cambiando de canales hasta que encontró
un episodio de los Simpson.
—No
tengo hambre.
—No,
tampoco yo —admitió Sam. Volvió a inclinarse hacia
el bloc.
—¿Qué
estás escribiendo?
Sam alzó
la vista tímidamente.
—Cartas.
—Cartas…
—Dean meneó la cabeza y la volvió hacia la tele—.
Déjame adivinar, empiezan con títulos tipo: si estás
leyendo esto es que ya soy un cadáver.
—Tú
eres el de las bromitas sobre muerte inminente, Dean —contestó
simplemente Sam—. Sólo estoy planeando cualquier posibilidad.
—Vale,
pues no lo hagas —ordenó Dean—. Me provoca escalofríos.
—Tengo
cosas que decir y gente a la que decírselas.
—Entonces
ni te molestes en darme la mía —Dean puso la mandíbula
en modo testaruddo y siguió con la mirada fija en la tele—.
Ya me dirás mañana lo que ponía.
Sam se rió
y se inclinó hacia Dean con una tímida sonrisa.
—Quizá
querrías reconsiderar eso.
Dean sintió
tambalearse el corazón en su pecho y se giró antes de
que pudiera mostrar tal sensación en la cara. Ahora tendría
que pasar toda la puta mañana luchando contra esa instintiva
sensación que le instaba a acercarse a su hermano y estrecharlo
entre sus brazos. A reposar la cabeza de Sam en su regazo. A agarrarlo
tan fuerte que ni la propia muerte fuera capaz de arrebatárselo.
Peor que
aquello era sobreponerse a la parte de él que le preguntaba por
qué luchaba ya. Si Sam estaba infectado… si aquellas eran
sus últimas horas sobre la Tierra...
¿Qué
cojones tenían ya que perder?
Pero él
no estaba infectado y Dean no iba a permitirse ir por ese camino. En
unas horas la luna estaría en lo alto y comprobarían por
ellos mismos que todo estaba en su sitio. Después saldrían
a pillar la cogorza de sus vidas y a pasar de todo una semana entera,
para despertarse después y ver que toda la mierda que sentía
se había desintegrado y podría ser otra vez el Dean de
siempre, el que quiere a su hermano pero nunca jamás quiso acunar
su rostro y llevarse las sombras a besos.
Dios, quería
volver a ser ese Dean.
—Lo
siento —dijo Sam ronco— La he cagado.
—NO
—dijo Dean de golpe—. Creíste oír algo detrás
de nosotros pero no te escuché. Es culpa mía.
—No
es tu culpa, Dean —respondió Sam con firmeza. La cama se
hundió detrás de él y Dean sintió un roce
indeciso en el brazo—. No todo es culpa tuya.
Dean meneó
la cabeza.
—Ya
no soy tu responsabilidad, Dean —dijo Sam, agarrándole
la muñeca más fuerte y apretando—. Ya soy un hombre
hecho y derecho.
—Tú
siempre serás mi responsabilidad —respondió Dean,
girándose por fin para mirar directamente a su hermano—,
pero si sirve de algo, yo también seré siempre responsabilidad
tuya.
Sam inclinó
la cabeza y sonrió.
—¿En
serio?
—Sí,
supongo que al final va en los dos sentidos —admitió Dean,
punzándole el corazón ante ese inalcanzable hoyuelo.
La cara de
Sam se ensombreció y volvió la cara.
—Hasta
que te falle —dijo quedamente—, como en California. Sé
que aún no me has perdonado por aquello.
—Ya
te dije que no es cuestión de perdonar. No tiene nada que ver
con el perdón.
—Todo
ha cambiado desde entonces —susurró Sam.
—¿Aún
insistes en que no te arrepientes? —bromeó a la ligera
Dean, pero deseó en el mismo momento no haberlo hecho cuando
Sam quitó sus manos de él y se enderezó—.
Lo siento —dijo rápidamente, y Sam se detuvo, tragando
con dificultad—. Perdóname —repitió Dean más
dulcemente—. Dios, Sam, esto es duro.
Sam sólo
le miró, con los ojos tristes.
»Quiero
que sepas algo —Dean pestañeó para retirar la humedad
creciente de sus ojos—, y no es algo que diga porque piense, de
ningún modo, que vas a morir. ¿Queda claro?
Sam frunció
el ceño con curiosidad, pero asintió.
—Sólo
quiero que sepas que... que yo tampoco me arrepiento de nada.
Sam medio
sacudió la cabeza, como si no creyera lo que estaba oyendo.
—¿Que
tú qué?
—Sé
que ha causado un montón de problemas y sé que no puede
ocurrir nunca más, pero... no siento que pasara.
Sam alzó
perplejo las cejas.
—¿Por
qué?
Dean rebuscó
palabras, agitando la cabeza para aclararse.
—Es
sólo que… nunca pensé que se pudiera sentir algo
así, ¿sabes? Nunca imaginé que nadie pudiera sentirse
de esa forma. Ni siquiera pensaba que yo fuera capaz de sentir
algo así alguna vez.
Sam asintió,
comprendiéndolo.
»Era
como si no fuéramos ya dos personas. Era como…
—Como
sentirse completo —concluyó solemnemente Sam.
—Supongo.
Estaban tan
cerca sobre la cama que con un mínimo movimiento Sam estaba reposando
su frente con delicadeza sobre la de Dean y ambos permanecieron sentados
así largo rato, respirando uno sobre el aliento del otro, sintiendo
sus corazones palpitando despacio y a la vez.
—Dean
—dijo Sam en voz baja, retirándose para mirar a los ojos
a su hermano—, tío, no querría tener que preguntarte
esto… sé que probablemente ni siquiera sea necesario. Siempre
has desempeñado mejor la carga de cuidar de mí que yo
mismo. Pero si las cosas se tuercen esta noche. Si estoy infectado…
Dean se encontró
con su mirada, era consciente de lo que venía ahora, sabía
que no quería oír nada de aquello más de lo que
Sam quería decirlo.
—Está
bien —se sinceró—, te guardo las espaldas, hermanito.
Como siempre. —Y el ceño de Sam se esfumó y sonrió,
esta vez soñoliento, cayéndole las largas pestañas
un instante—. Échate —dijo Dean, inclinándose
sobre el cabecero y apoyando la cara de Sam sobre su regazo—.
No tienes por qué dormir, sólo descansa un poco.
Sentía
el peso de la cabeza de Sam sobre su pecho; los dedos agarrados a su
sudadera empezaron a aflojarse y cayeron conforme respiraba más
y más profundo hasta quedar dormido.
Y Dean se
rindió y posó un dulce beso en su rebelde cabello castaño;
era sólo una debilidad momentánea, ¿no se había
ganado ni un instante?
—Está
bien, Sammy —murmuró, y así era. Pues Sam sabía
que su hermano mayor no le dejaría convertirse en una de esas
bestias que cazaban. No le dejaría transformarse en un peligro
para los niños con sonrisas llenas de hoyuelos de ahí
afuera, esos que llevaban vidas normales, a salvo de todo. No le dejaría
convertirse en un monstruo.
Dean tenía
la pistola en el bolsillo de su chaqueta y sostenía dos brillantes
balas de plata.
Y la gracia
de las balas de plata es que matan lo mismo que las normales.
Cuando Dean abrió los ojos la puerta estaba abierta y la pálida
luz dorada del sol de la tarde rebosaba por el cuarto. En un momento
de pánico saltó sobre sus pies y corrió a la puerta,
deteniéndose en seco sobre el umbral del puro alivio. Sam estaba
sentado sobre el capó del Impala, la espalda contra la luna del
coche y sus largas piernas extendidas delante de él, cruzadas
por los tobillos.
Era una imagen
familiar en su posición favorita, y Dean revivió tantas
y tantas noches de chiquillos, ahí sentados mirando las estrellas
en confortable silencio.
Dean fue
a dar un paso desde la puerta y entonces se paró, cerrando los
ojos un momento. El sol estaba bien alto, el cielo era naranja vetado
de risa, algunas nubes con matices dorados mientras los últimos
rayos de sol se despedían del cielo antes de partir. Fijando
la mandíbula levantó su chaqueta del respaldo de la silla,
se la puso sintiendo el peso importante de la pistola sobre su pecho.
Después, con los pies desnudos, Dean caminó por las piedras
gastadas y rotas del pavimento y se metió en el coche, recostándose
y tomando posición junto a su hermano.
El día
pasó más rápido de lo que esperaba; habían
dormitado la mayor parte, despertándose de vez en cuando para
cambiar de posición, curvarse más cercanos, orinar o beber
algo antes de volver a engancharse en la cama. No habían hablado,
la tele sonaba suavemente de fondo y la vida del mundo exterior continuaba
impertérrita.
Ahora lucía
el sol y no había nada más que decir, tenían toda
la vida de cosas que decirse, y los siguientes minutos podrían
ser sus últimos en el mundo.
Pero Dean
se sentía increíblemente sereno reposando la cabeza y
mirando hacia el cielo. Y había un profundo sosiego en Sam conforme
respiraba profundamente el cálido aire de aquella tarde de verano,
medio cerrados los ojos disfrutando de la suave brisa que le levantaba
el flequillo y le revolvía su quizá demasiado largo cabello
sobre las orejas.
El sol desapareció
lentamente, desvaneciéndose la luz enterrada por la oscuridad
a lo largo del horizonte, fundiéndose largas sombras para conformar
la noche. Se alzó la luna, gobernando el cielo, llena y redonda,
haciéndose más pequeña conforme subía hasta
que no fue más que un pálido globo reluciendo sobre ellos
con sutil brillo azulado.
Un suspiro
llegó a Dean desde lo más profundo y aflojó la
mano de la culata de su pistola mirando a Sam, medio sonriente, con
la cabeza echada, delineados en plata sus suaves rasgos juveniles.
—Te
dije que no era más que una piedra —murmuró y Dean
le pegó en el brazo.
—Puta
reina del drama—gruñó, pero sintió las piernas
debilitadas de pronto y se tambaleó al deslizarse del capó
y dar con los pies desnudos en el asfalto del aparcamiento. Sam se deslizó
a su vera y permanecieron así, apoyados contra el coche, un buen
rato, descargados y aturdidos de alivio.
—Necesito
cerveza —dijo Dean con decisión—. No, tequila. Necesito
tequila.
—Bueno,
empecemos con cerveza y luego gradualmente le damos al tequila —propuso
Sam y Dean esbozó una sonrisa.
—Por
eso eres tú el cerebrito del grupo, Sammy.
—No,
no, no —dijo Dean batiendo la mano al terminar Sam su tercera
cerveza y proponer jugar al billar—, hoy beberemos toda la noche,
Sammy. Misión cumplida, los malos por los suelos, ahora toca
gastar y pillarla, volver a casa a trompicones de madrugada y cantar
canciones guarrillas de tías de piernas largas.
Sam levantó
su vaso para brindar.
—¡Brindo
por eso!
—Y
hablando de la misión, dijo Dean subiendo su propio vaso—:
por Sam Winchester, que anoche aniquiló a su primer hombre-lobo.
—Dean dejó la broma y se encontró de lleno con los
ojos de su hermano—. Hay pocos de nosotros vivitos sobre la faz
de la tierra, pero hoy hay uno más que se une a la élite.
Por ti, Sam.
Sam aceptó
el cumplido levantando su vaso y chocándolo delicadamente con
el de Dean antes de bebérselo de un trago.
—Más
cerveza —decidió Dean.
—O
tequila —le recordó Sam.
—Ése
es mi chico —exclamó Dean, orgulloso—. Nada como
mezclar bebidas para acabar pedo hasta las cejas, que es nuestra misión
de hoy.
—Sí
—convino Sam, tranquilo—. Oye, Dean.
Sonaba una
estupenda canción y Dean se mecía con ella, totalmente
embebido, en su salsa.
—¿Hmm?
—Gracias
por todo lo de hoy, colega. No habría podido hacerlo sin ti.
Dean sonrió.
—Ése
es mi trabajo.
Sam le sonreía
con amor tierno en los ojos y las alarmas empezaron a sonar en el cerebro
de Dean, enormes alarmas graznando que arrastraron toda su satisfacción
y la transformaron en terror hasta las cáncanas. Tanta cercanía
íntima ese día, tantas horas yaciendo uno sobre el otro
habían derrumbado los muros que Dean estuvo armando entre ambos
los últimos días y el brillo en los rasgados ojos preciosos
de Sam le resultó demasiado familiar.
—Voy
a por otra botella —se ofreció Sam, alzándose un
poco inestable y sosteniéndose un momento sobre el hombro de
Dean—. Tío, debería haber comido algo antes de las
cervezas.
—Qué
poco aguante —le acusó Dean automáticamente, pero
el calor de la mano de Sam sobre su hombro ya le estaba abrasando, y
la mirada en los ojos de Sam buscaba darle caza. Si aquello seguía
no habría forma de pararlo. Si Dean no hacía o decía
algo en ese mismo momento, entonces ya estaba hecho, rodarían
cuesta abajo y no podrían remontar. Cada una de las defensas
que poseía estaban a cero ahora mismo, y Sam no había
ocultado lo que deseaba, lo que realmente quería desde aquello
en California.
Si regresaban
juntos a la habitación del motel esa noche, para mañana
ya serían amantes.
Y esta vez
no habría una oportuna pérdida de memoria a la que echar
la culpa.
Este pensamiento
horrorizó a Dean, congeló todo lo demás que tenía
en la cabeza, desvaneció la intoxicación etílica
de su torrente sanguíneo. Toda su tentación de ceder a
ella se fue, barrida del puro pánico. No iba a arriesgar la relación
con su hermano ante el deseo de sumergirse en su cálida y dispuesta
piel esta noche. No podía jugarse toda una vida siendo hermanos
por la idea enfermiza de que podían hacerlo de nuevo, cruzar
la línea, romper ese último tabú y salir airosos
de ello.
Un movimiento
por la barra llamó su atención. Sam volvía con
una botella de tequila y dos vasos de chupito, y detrás de él
empezó a divisar una impactante melena roja sobre una amplia
sonrisa de dientes blancos que resultó ser la pelirroja que le
saludó la otra noche.
Y de pronto
Dean supo lo que hacer.
—Espero
que compraras eso para llevártelo —dijo Dean levantándose
y pasándose una mano por el pelo para alisarlo.
Sam se detuvo,
los vasos sobre la mesa, la botella aún en la mano.
—¿Vamos
a algún sitio?
—Bueno,
no sé tú —dijo entusiasmado Dean señalando
con la cabeza hacia la barra—, pero yo tengo un trabajo pendiente
del que encargarme.
Sam frunció
el ceño intrigado y miró sobre su hombro, y Dean pudo
percibir el preciso instante en que su entusiasmo se hundió en
la miseria. Sam se puso tenso completamente, apretujó la mano
sobre la botella, y la mano libre tembló.
—¿Dean?
—Nada
como un poco de revolcón&relax para liberar las tensiones
de todo el día —dijo Dean manteniendo fija la mirada en
su rostro, ignorando la expresión confusa de Sam en sus pálidas
mejillas—, y éste ha sido uno de puto estrés.
—Dean,
pensaba que… —empezó ronco Sam pero no terminó
y movió la cabeza—, pensaba que nosotros...
—Sammy
—dijo despacio Dean, mirando a su hermano a los ojos, reuniéndose
directamente con su mirada confusa, dejándole con la palabra
en la boca—. Así son las cosas, ¿entiendes? Y así
es como han de ser siempre. Estamos de acuerdo. ¿No?
Sam quedó
ceñudo, con el dolor reflejado en sus ojos, palpitando los músculos
de su mandíbula.
—Pero
eso era antes. Antes de hoy…
—No
ha cambiado nada —expuso claramente Dean—. Tenemos que superar
esto, ¿recuerdas?
Sam tragó
saliva, bajó la vista a la botella que aún sostenía
como si no recordara cómo llegó ahí. La ofreció
bruscamente y Dean la cogió, evitando con cuidado tocar la mano
de su hermano.
—¿Te
crees que no sé lo que intentas hacer? —dijo Sam gruñendo
en voz baja—. ¿Has estado todo este día demasiado
a gusto, Dean?
Dean mantuvo
con esmero el rostro totalmente inexpresivo, sintiendo la amargura de
Sam como un torrente sobre su cara.
»Bueno,
haz lo que creas conveniente —dijo Sam despacio agitándose
su apretada mandíbula—. Puedes decirte a ti mismo lo que
te dé la real gana. Pero eso no va a cambiar nada.
Estoy
haciendo lo correcto, decía Dean para sí conforme
Sam se daba la vuelta y pasaba apartando gente hacia la puerta. Rechinando
los dientes se giró y fue hacia la barra, enarbolando una sonrisa
a la pelirroja cuando le cogió de los hombros y le acercó,
dejando la botella con cuidado delante de ellos. Pudo sentir la mirada
de Sam clavársele en la nuca, pero para cuando obnubilado encajó
una fresca sonrisa en su cara y se volvió hacia él, Sam
se había ido, cerrándose con delicadeza la puerta del
bar hacia la noche.
Esto
es lo correcto, seguía repitiéndose a sí mismo
al preguntarle la pelirroja su nombre, inclinándose y susurrándole
algo a la oreja, escalando con sus largas uñas rojas por su brazo
cubierto de cuero. Es lo mejor para los dos, Sam acabará
por comprenderlo. Cuando se recupere de un día tan intenso, cuando
todo vuelva a su sitio entre nosotros...
Entonces,
¿por qué tenía ese dolor en el pecho ahora mismo,
por qué de pronto parecía que todo su alrededor estaba
fuera de lugar? La música demasiado alta, el olor a alcohol mareándole,
el perfume de la pelirroja demasiado penetrante. Aquello era lo correcto,
lo único que podía hacer, mantener todo en su sitio, salvaguardar
su relación. ¿Pero por qué no se sentía
bien?
¿Dónde
estaba lo correcto en todo aquello?
Cuanto más
tiempo pasaba Dean ahí de pie, más descolocado y erróneo
parecía todo a su alrededor, y cuanto más raro, más
se cabreaba. Sam no tenía derecho a hacerle sentir así,
no tenía derecho a soltar semejante carga de culpabilidad sobre
sus hombros. Dean tuvo que plantearse por qué llevaba la carga
de aquello, tal y como parecía cargar toda la mugre de la familia.
¿Por qué Sam no se responsabilizaba de su parte en todo
esto?
Era ya hora
y más que hora de solucionar el tema, de una vez por todas. Era
hora de que Sam y él terminaran con aquello.
Sin una sola
palabra de disculpa se soltó de los dedos enganchados de la pelirroja
y cruzó el suelo del bar. Abrió de golpe la puerta y se
plantó en las puertas, mirando calle abajo en la oscuridad.
A sus espaldas
el bar no paraba, retumbando la música, pateando el suelo, embebiendo
la noche el olor a cerveza y licor. Dean resucitaba en esa clase de
sitios, ligando con tías, haciendo apuestas al billar, repartiendo
cartas en algún cuarto privado. Lo había hecho mil veces,
tal y como ahora, y jamás dudó que lo haría mil
veces más en el futuro, a pesar de accidentes o mordeduras de
hombres-lobo.
Se trataba
de su pasado y su futuro, tenía toda una carretera ya bien conocida
delante de él. Lo único que tenía que hacer era
meter en la cabeza de su hermano un poco de sentido común y volverían
los dos juntos al camino, haciendo lo de siempre tal y como debían
hacerlo.
Por lo visto,
Sam sólo tuvo que llegar a la siguiente calle para encontrar
una parada de autobús. Estaba ahí sentado, con la cabeza
echada hacia atrás, mirando las estrellas, tal y como habían
hecho ambos cuando se espatarraban en el coche al atardecer.
Con la firme
intención de poner fin al asunto Dean bajó la calle pisando
fuerte y se plantificó delante de Sam, que bajó la cabeza
y se le quedó mirando impasible.
—Estás
empeñado en hacerlo, ¿no? —preguntó Dean—.
Has resuelto coger todo lo que tenemos como hermanos y mandarlo a la
mierda.
—¡No!
—exclamó Sam, horrorizado ante la acusación.
—¿Entonces
qué coño quieres, Sam? Quiero decir, por favor, dime de
una vez qué cojones quieres conseguir con todo esto.
—Tú
sabes lo que quiero —dijo Sam con vehemencia—. Tú
también lo estás deseando.
—No,
Sam, yo lo estaba deseando. Y, si insistes, no estaba precisamente
en mis debidos cabales por entonces.
Sam movió
la cabeza.
—No
ha podido desvanecerse así porque sí, Dean. No puedes
amar a alguien de esa forma y que simplemente se vaya todo de repente.
Dean rechinó
los dientes.
—No
se ha esfumado, Sam —dijo bien fuerte—, siempre voy a quererte.
Sólo que no de esa manera.
—No
—dijo Sam pálido a la luz de la luna—, aún
lo sientes, sé que lo sientes. He notado cómo me mirabas,
hoy, todas las cosas que me has dicho, la forma en que lo has hecho.
Aún me quieres, aún me deseas.
—¿Te
refieres al sexo? —saltó Dean sin rodeos—, porque
no es por presumir, Sammy, pero puedo conseguir sexo donde me salga
de los cojones.
Sam apretó
los labios, cabreado.
—No
de la forma en que pasó aquella noche —insistió—,
no del modo en que lo hacemos nosotros. Y no trates de salir del paso
con cualquier patochada barata y de mal gusto, una vez más. No
funcionó la última vez y tampoco lo hará ahora.
Dean se estremeció
ante el recuerdo de aquella conversación de la que hablaba Sam,
cuando recuperó por fin su memoria y sintió los latigazos
de miedo y dolor. Le había dicho cosas horrible y había
herido a Sam profundamente. Y le estaba hiriendo ahora mismo, Dean pudo
verlo en el ceño fruncido sobre su frente, por la forma en que
temblaban sus enormes manos.
Fue aquel
suspiro lo que desarmó a Dean, arrastró su ira, flaqueó
sus rodillas y llenó de lágrimas sus ojos. Las desplazó
parpadeando, derrumbándose en el banco al lado de su hermano.
No quería lastimar a Sam nunca más. No quería lastimarse
a sí mismo nunca más.
—No
—dijo, luchando por mantener firme la voz—. No fue barata
ni de mal gusto. Jamás debí decir eso.
—Hoy
me has dicho que no te arrepientes —le recordó Sam, inestable.
—Tampoco
debí decírtelo.
—¿Aunque
fuera verdad?
—Sí
—dijo débilmente Dean—, aunque lo fuera.
Sam giró
la cabeza hacia él, ceñudo.
—Negarlo
no va a hacer que desaparezca, Dean —dijo intensamente.
Dean asintió,
exhausto.
—Ya
me he dado cuenta —devolvió la mirada a su hermano, contemplando
su cabello tan largo, su pálida piel, sus ojos llenos de preocupación.
Sam no tenía muros alrededor, todos los sentimientos se reflejaban
en su cara. Tenía el corazón en la mano.
—¿Qué
quieres, Sam? —preguntó de nuevo Dean, pero sin ira esta
vez.
—Ya
te lo he dicho —dijo Sam, pasando la rodilla sobre el banco para
ponerse completamente de cara a su hermano—. Deseo que todo sea
como antes de que permitieras que todo el rollo de que somos hermanos
se inmiscuyera entre nosotros.
—Eso
no va a pasar —dijo Dean simplemente.
—Podría
—empezó Sam, pero Dean le detuvo.
—No
quiero que nos pase otra vez.
Era un eco
de una conversación ya pasada y un arma a la vez, y se vio de
nuevo de bruces en casa, vio el doloroso recuerdo en la mirada de Sam.
Pero no tuvo para nada los efectos que esperaba, en lugar de eso Sam
entrecerró los ojos e inclinó abstraído la cabeza.
—¿Todo
lo que pasa es por aquello? —dijo lentamente—. ¿Porque
dije aquella vez que me iba?
—No
—negó Dean, agitado—. No —repitió más
enérgicamente, negando las palabras de Sam, pero su hermano era
implacable, asentía con la cabeza, convencido.
—Estás
acojonado pensando que pueda hacer la maleta y dejarte otra vez. Acojonado
de que siendo amantes, te haría mucho más daño
que si sólo somos hermanos.
—¡Escucha
lo que estás diciendo! —reventó Dean saltando del
asiento—. ¡Amantes! ¿Eres consciente de lo ridículo
que suena eso?
Pero Sam
estaba totalmente calmado ya, la expresión en su cara al moverla
decía que ya no le hacía mal.
—No
te engañes, Dean —dijo con sinceridad—. Ya somos
amantes, tú y yo. Lo somos desde aquella noche, y eso es lo que
más te aterra en el mundo. Que aún estás enamorado
de mí.
Dean se le
tiró y le agarró del cuello de la camisa, alzándolo
sobre sus pies, ignorando el hecho de que plantaba cara a un tío
bastante más alto que él.
—Yo
no estoy enamorado de ti —soltó rechinante—, ¡sólo
quiero que todo vuelva a ser como era al principio!
—¿Como
cuándo, Dean? —dijo Sam tranquilo—, ¿antes
de ser amantes?, ¿antes de que me marchara para ir a la universidad?,
¿o antes de que muriera mamá?
Dean aguantó
el aliento perplejo, atravesado por el dolor. Soltó de pronto
las manos de tan nervioso estaba y retrocedió, alejándose
de la suave mirada comprensiva en los ojos de su hermano.
—Todo
cambia continuamente, ¿no es así? —dijo Sam con
ternura—. Todo se viene abajo. Y parece que siempre te dejan atrás,
recogiendo los trozos, intentando reunirlos y arreglarlo.
Asomaban
lágrimas a los ojos de Dean y apenas pudo sentir las grandes
manos de Sam asiéndole de los hombros para guiarle hasta el banco.
Se abrazaron fuertemente un instante y entonces se soltaron deslizando
los brazos para cogerse de las manos, sujetándolas con fuerza.
—Pero
no me marcho a ningún sitio, Dean —susurró cariñosamente
Sam—. No voy a dejarte atrás otra vez. No podemos volver
a como estábamos antes, pero quizá podemos seguir adelante.
Juntos. Y quizá las cosas puedan irnos aún mejor.
Dean bajó
la vista a sus manos entrelazadas, viendo cómo caían sus
propias lágrimas e impactaban sobre la piel de Dean haciéndose
una mota de humedad.
Maldita sea
si Sam no tenía razón. Dean estaba aterrorizado hasta
la médula. Dale un demonio para pelear, un espíritu que
exorcizar, un alma vengativa con la que luchar, y no duda de miedo lo
más mínimo. Pero arráncale a su padre o a Sammy
y volverá a ser como un crío de nuevo, asustado por la
oscuridad, aferrado a las mantas como si pudieran protegerle de todo
el dolor que le provoca el perderles.
Y era por
eso por lo que había estado luchando tan fuerte.
—Dean
—dijo Sam casi sin voz—. Por favor, no llores. Me destroza
verte sufriendo de esta forma.
Y Dean se
dio cuenta de que sus manos unidas estaban empapadas en sus lágrimas
y sintió la tranquilizadora presión de la frente de Sam
sobre la suya, y entonces respiró tranquilo bajo el suave aliento
que exhalaba.
—El
amor no debería doler así —dijo Sam destrozado—.
Perdóname, Dean. Lo siento.
Dean no pudo
soportar el dolor en la voz de Sam y trató de juntar fuerzas
para hablar, aunque en el fondo aún no sabía qué
podía decir. Pero Sam le impulsó a hacerlo, acercándose
y dejando un tierno beso sobre su entrecejo.
—Dean
—murmuró—, si de verdad no quieres esto... —Sam
respiró hondo, llenando su pecho y dejando que se deshinchara
lentamente—. Si no quieres hacerlo entonces haré lo que
quieras que haga. Intentaré sobreponerme y haré lo mejor
que pueda para quererte otra vez como un hermano.
Dean parpadeó
pesadamente, mirando cauteloso al rostro de Sam.
—Pero
tienes que decírmelo, Dean. Tienes que mirarme a los ojos y decirme
que no estás enamorado de mí. Y ha de ser la pura verdad,
tío, no una puta máscara que te cuelgues. —Sam se
mordió el labio, con una mueca de intenso dolor cruzándole
la cara—. Si eres capaz de hacerlo entonces te prometo... te juro
que dejaré ir todo el asunto.
—¿Y
no te marcharás? —dijo afónico Dean.
Sam bajó
la vista, parpadeando brevemente, y entonces volvió a mirar,
encontrándose los ojos de Dean calvados en él.
—No
—respondió con suavidad— No me alejaré de
ti.
—Yo...
no puedo hacerlo, Sam —Dean apenas podía hablar—
Ya te necesito tantísimo, dependo tanto de ti —agitaba
frenéticamente la cabeza—. Temo que si te amo un poco más...
—¿Crees
que yo no tengo miedo? —dijo Sam, desesperado—. Estaba enamorado
de Jessica, Dean. Ella era todo mi futuro. Perderla casi me mata. Perderte
a ti me mataría definitivamente.
Todo fue
repentinamente demasiado, la intensa mirada de Sam fija sobre él,
el calor de sus manos. No podía aguantar tanta presión,
ni un segundo más. Apenas podía sostener sus propias emociones,
no era capaz de manejar también las de Sam.
—Lo
siento —dijo, levantándose y separándose del banco,
fuera de la influencia de la esencia de Sam, de sus necesidades.
—Dean
—Sam gritó, estirando el brazo buscándole, pero
Dean le daba la espalda.
—Lo
siento —repitió—, no puedo con esto, Sam, es demasiado.
¡No! —dijo al levantarse Sam y dar un paso hacia él—,
no me sigas. ¿No puedes captar siquiera la puta indirecta y dejarme
solo?
No se quedó
a comprobar el dolor sobre el rostro de Sam, pero tampoco salió
corriendo. Se giró, hundió las manos en los bolsillos
y se marchó de allí. Y Sam no le siguió.
Caminar le sentó bien y durante un rato simplemente se dejó
llevar deambulando despacito, las manos en los bolsillos, cabizbajo,
repasando mentalmente la última semana.
Sam tenía
razón, admitió nuevamente. Había puesto el dedo
de lleno en la llaga. Dean estaba acojonado, acojonado de perder a Sam
otra vez, acojonado de quererle más de lo que ya lo hacía.
Acojonado de que la próxima vez que le perdiera directamente
se descompondría.
En toda su
puta vida lo único seguro había sido su Sam, y hasta eso
le había sido arrebatado. Nada podía herirle más
que eso.
En esta vida
en la que Dean jamás había sabido de un día para
otro dónde dormiría por la noche. Con un padre cuyo amor
y aprobación recibía o no en función de criterios
inimaginablemente altos. En un mundo en el que su madre fue arrancada
de su lado por el fuego en lo que debía haber sido el sitio más
seguro de la tierra.
Sam había
sido su única constante. El compañerismo de Sam, su amor,
su comprensión. Porque... ¿quién más podría
entender esa insólita vida salvo Sam?
Y ahora Sam
quería también cada rincón de él.
No voy
a dejarte atrás otra vez.
—Claro,
Sam. Seguro.
Todo
cambia contínuamente, ¿no es así? Todo se viene
abajo.
—Dímelo
a mí. Y quizá soy yo el que acaba recogiendo los restos,
pero ¿quién coño lo hará si no? Tú
eras demasiado pequeño y papá demasiado sediento de venganza.
Y ya cuando por fin pude contar contigo como mi aliado pillaste la puerta,
y al regresar te habías convertido en él. Ni siquiera
te habrías quedado a mi lado de no haber sido por eso.
No podemos
volver a como estábamos antes.
No. No a
nada del pasado. Una y otra vez todo cambiaba y él no podía
hacer nada para detenerlo.
Pero…
Pero quizá…
Dean se detuvo
en mitad de la acera, con la vista hacia sus botas. Pero quizá,
si él no hubiera estado tan fijado en tratar de mantener las
cosas tal y como estaban... cuando cualquier ceporro se habría
percatado de que papá y Sam simplemente eran incapaces de seguir
juntos el mismo camino. Si sólo hubiera dejado por un momento
de encabezonarse en mantenerlos juntos entonces quizá no se habrían
apartado tan violentamente.
Perdió
a Sammy todo ese tiempo porque no podía cambiar. No iba a cambiar.
Y ahora estaba alejándolo de él porque estaba demasiado
aterrorizado de cambiar.
Perderla
casi me mata. Perderte a ti me mataría definitivamente.
Y entonces
Dean se acordó. Dos balas de plata...
Sam estaba
donde lo había dejado, aún sentado en la parada de autobús,
los codos sobre las rodillas, los hombros desplomados. Incluso con Dean
observándole dejó la cabeza en las manos, frotándose
los ojos con las palmas de sus manos. Dean caminó despacio hacia
el asiento y se paró justo delante. Su hermano sorbió
y alzó la vista, los ojos hinchados y brillantes por las lágrimas…
—Maldita
sea, Sam —suspiró Dean, alzando una mano y posándola
delicadamente en sus castaños mechones lacios. Las manos de Sam
buscaron a ciegas sus caderas y entonces le acercó a sí,
apoyando su pesada cabeza contra el vientre de su hermano, su hálito
caliente y sus húmedos ojos sobre su camisa.
—Vaya
par de dos que somos, ¿eh? —obrservó Dean con risa
de auto desaprobación.
—Perdóname
—dijo Sam entre dientes, y Dean entrelazó los dedos por
su cabello templado y suave, de la misma forma que hizo cuando Sam tenía
dos años y le llamaba Den. Se quedó tal cual
un largo minute, sintiendo al fin todo en su lugar. Entonces se separó
ligeramente y se sentó, apretando con delicadeza la cabeza de
Sam en su hombro. Dos pares de piernas extendidas y los hermanos estaban
ahí sentados, la cabeza de Sam asentada en él y la mano
de Dean aún anclada en sus suaves ondulaciones castañas.
—Bueno,
nos has metido en una buena —dijo Dean resignado.
—Perdona
que te presionara tantísimo. Pretendía ir más despacio,
te lo aseguro.
—Suena
como si hubieras planeado toda una campaña, Sammy —dijo
Dean ligeramente—. Nunca he tenido opción, ¿verdad?
Sam se retiró
y le echo una mirada seria.
—No
iba por ahí, Dean, te lo juro. Entiendo por qué te estabas
retirando, te quiero aún más por ello.
El corazón
de Dean dio un vuelco en su pecho y agitó la cabeza de su propio
sentimentalismo.
—Sabía
que sólo tratabas de protegernos —continuó Sam solemne—,
y estaba dispuesto a aguantar todo lo que durase. Y hoy… —Entonces
se quebró, asomando una leve sonrisa entre sus facciones—,
hoy ha ocurrido justo lo que tanto estaba esperando. Tan cercanos. Tener
la posibilidad de simplemente alargar una mano buscándote y tenerte
ahí mismo.
—Siempre
he estado aquí, Sam —le recordó Dean, pero también
sonreía un poco, para mostrarle que lo entendía. Ese día
aún estaba fresco en su memoria también, la cercanía
y la complicidad entre ellos. Podía admitir que antes de que
se convirtieran en… amantes, jamás había sido así.
Sam y él probablemente habrían pasado el día aislados
en sus propios rincones, asistiendo a sus miedos y a su dolor.
—Pensé
que podría esperar todo lo que fuera necesario —dijo Sam
lentamente—, y entonces esta noche te piraste con esa pelirroja
calentona.
—Yo
prefiero el término escultural —dijo Dean muy digno y entonces
se quejó del puñetazo que le asestó Sam en el brazo—,
¡hey!
—Eres
un verdadero gilipollas, ¿lo sabías?
—Que
duele —se quejó Dean—, y eso es lo que quería.
Estaba intentando alejarte.
—Pues
bien, no lo has conseguido —dijo Sam rotundo—. Sólo
has conseguido hacerme daño de cojones.
—Bienvenido
al club —contestó sarcásticamente Dean.
Sam resopló,
de acuerdo y se sentó otra vez. Los dos estuvieron sentados un
rato mientras la luna llena flotaba por el cielo sobre ellos.
—Sabes
que si hacemos esto —dijo Dean despacio—, entonces todo
va a cambiar.
—Otra
vez —le recordó Sam con media sonrisa.
—Sí
—convino Dean divertido—, otra vez. Y puede que la primera
vez que entramos al saco todo fueran arco iris y mariposas, pero ahora
no puede ser siempre así.
—Podemos
ir poco a poco —se precipitó Sam a asegurarle—. Nos
tomaremos nuestro tiempo.
—Y
el sexo, colega —dijo Dean elevando un hombro—. Bueno, no
estoy muy seguro sobre esa parte del tema. Simplemente es que va a resultar
un poco raro, ¿sabes? Ponernos tan cachondos y empalmarnos enseguida.
—Como
ya te he dicho, no hay prisa. De todas formas no gira todo en torno
al sexo.
Dean le echó
una mirada y Sam soltó una risa indignada.
—Venga
ya, hombre, no soy yo el que se ha dejado llevar por la polla en esta
relación.
—No
irás a decirme que todas esas miraditas que me has estado echando
no tenían que ver con el sexo —acusó Dean, pero
la sensación de opresión en el pecho se había ido.
Y empezaba a verse todo… bien…
Sam se veía
sencillamente feliz, tomando color ya en la piel, brillo en los ojos.
—No
estoy diciendo que no guarde con cariño algunos recuerdos de
aquella noche —admitió—, y de la mañana siguiente.
Pero me sentiré feliz si puedo acercarme tan tranquilo y llegar
hasta ti —dijo él y entonces puso tal amenaza en acción
y enganchó a Dean del cuello y lo arrastró a su costado.
—Hey,
chaval, que estamos en una calle pública —se quejó
Dean, pero del mismo modo se dejó arrastrar bien cerca de Sam.
—Y
también si puedo achucharte un poquito —murmuró
Sam, girándole la cabeza y restregándose por el cuello
de Dean, provocando que su hermano mayor se separara riéndose
casi sin aliento.
—Chaval,
¿pero qué estás haciendo?
—Y
quizá algún pico que otro rapidito —susurró
Sam, y entonces se tiró de cabeza y depositó los labios
en los de Dean, haciendo desvanecerse todo pensamiento coherente. Dean
se quedó helado, sintiendo el calor vivo de los labios de Sam
sobre los suyos, y la gigantesca mano ansiosa de Sam escalándole
y acunando su mejilla.
Sam se desenganchó
y Dean parpadeó, con los ojos aún desorbitados del shock.
—Vale,
vale —dijo, y se deshacía de tal forma que su voz salió
con gallos. Se aclaró la garganta—. Está bien —repitió—.
Puede que el sexo no suponga un problema.
Sam sonrió,
y de haber sido todo arrogancia Dean habría estado tentado de
devolverle aquel puñetazo con bastante interés. Pero en
lugar de eso era tan tierno y feliz, tan cargado de afecto que sólo
tuvo que cerrar los ojos y dejarse llevar, ansioso por sentir y experimentar
todo lo que sus ojos le transmitían.
Sam le obligó.
El camino
de vuelta al motel fue sorprendentemente cómodo. Ellos simplemente
caminaban a grandes zancadas, lado a lado, chocando los hombros alguna
que otra vez. Llegando a la última manzana Sam echó el
brazo sobre los hombros de Dean y siguieron así, relajados y
sin problemas. Un camión pasó por allí y los que
lo llevaban les gritaron algo y chiflaron al alzar uno de los muchachos
Winchester un saludo de un dedo.
—Capullos
—masculló Dean.
—Pasa
de ellos —dijo Sam despreocupado, abriendo la puerta y siguiendo
a Dean hacia dentro.
—Mejor
vete acostumbrando —dijo Dean, práctico, pero en realidad
no le preocupaba. De todas formas jamás habían encajado
en ningún sitio salvo entre ellos. Tiró las llaves y la
cartera sobre la mesa, quitándose la chaqueta y dejándola
sobre una silla. Sam hizo lo propio con la suya y se quedó de
pie en el medio del cuarto mientras Dean se sacaba las botas sentado
en el borde de la cama.
Dean le miró
levantando una ceja.
—¿Estás
incómodo?
—Puede,
un poco —admitió Sam, quitándose las zapatillas
de deporte con los pies—, pero todo está bien. Vamos a
tomárnoslo con calma, ¿verdad? —Se sentó
en su propia cama.
Dean subió
los pies a la colcha y se recline sobre el cabecero.
—Te
dije que iba a ser un día largo.
Sam suspiró
desde algún lugar profundo dentro de sí.
—No
te equivocabas. —Alzó los ojos y con sus largos dedos se
apartó indiferente el pelo hacia atrás—. ¿Estás
bien?
—Sí
—dijo Dean suavemente, y lo estaba. Había sido toda una
batalla, y había luchado convencido de que lo hacía por
las razones correctas. Pero ninguna de ellas parecía importante
ahora. Ese dolor que había acarreado durante tantos días
había desaparecido, y Sam estaba cerca, y parecía tan
joven y entusiasmado, con los ojos llenos por fin de esperanza.
¿Tenían
futuro? Bueno, ¿alguna vez lo habían tenido? El trabajo
que desempeñaban, la vida que llevaban. Cualquiera de los dos
podía caer en cualquier momento. Podría haber sido hoy
mismo su último día sobre la faz de la tierra, si aquel
hombre-lobo hubiera sido un ápice más rápido, o
sus disparos un mínimo más lentos.
La idea era
dolorosa y Dean extrañó de pronto su cercanía en
el banco.
—¿Vienes
aquí? —invitó, extendiendo un brazo.
Sam puso
una rodilla en la cama y salvó la distancia que les separaba,
sentándose al lado de su hermano y mirándole fijamente.
—Pensaba
que íbamos a ir poco a poco.
Dean se rió
y le propinó una colleja, arrastrándole a su vera y empujándole
la cabeza bajo su hombre. Fue un eco de cómo habían estado
esa tarde, sólo que ahora Sam no estaba calentito y soñoliento
sobre él, su cuerpo era activo, su amplia mano estaba puesta
sobre el corazón de Dean, como para medir sus latidos.
Sam inclinó
la cabeza buscando mirar a su hermano, esta vez con algo de preocupación
en los ojos, y Dean sonrió tirando definitivamente la toalla.
—Te
quiero —dijo y los ojos de Sam se llenaron y rebosaron de lágrimas.
Y con la suavidad de un cachorrillo, la lengua de Dean las recogió
y las absorbió, como sal tibia en su boca. Fue tan dulce como
lo recordaba.
Alzó
la mano y le acarició suavemente una mejilla, retirando la humedad
que quedaba.
—Dime
que me quieres —suplicó ante la repentina necesidad de
oírlo.
—Te
quiero —dijo instantáneamente Sam con el corazón
en los ojos.
—Dime
que siempre me amarás —le pidió Dean.
Ahora Sam
levantó su mano y la puso en el rostro de Dean, y Dean se vio
envuelto en cálida y sólida energía masculina.
—Yo
te amaré siempre —respondió Sam ferozmente; entonces
sus labios se encontraron con los de Dean y le besó apasionada,
profundamente, empujándole hacia la cama, con su amplio regazo
y anchos hombros devolviéndole la presión.
Y Dean correspondía
a su beso con tanta fiereza como sentía que le explotaba desde
dentro. Agarró fuerte a Sam por el cuello, revolviéndose
bajo tan rudo beso, devolviéndole el áspero juego rozando
lengua contra lengua, echando atrás la cabeza un instante para
tomar aliento y siendo entonces embestido de nuevo por otro ataque de
pasión.
Finalmente,
los labios de Sam yacieron de una vez en reposo sobre los suyos, calmada
la efusividad salvaje de sus manos, tornada caricias, roces, suspiros
de placer sobre la piel de Dean. Sam levantó la cabeza, los labios
hinchados y casi magullados, respirando con violencia. Sus pestañas
parpadearon abriéndose y las cerró aturdido echándose
sobre su hermano.
—Dean
—musitó, y Dean abrió las suyas propias, sin sorprenderse
al notarlas húmedas y pesadas. Se sentía extrañamente
tímido al escudriñarle esos ojos verdosos y tibios cada
milímetro de su rostro, posesivos, pero los combatió,
notando pese a todo que estaba siendo vencido al acelerarse la sangre
caliente bajo su piel y notar un profundo suspiro llenando el pecho
de Sam contra el suyo.
—Ya
sabes —dijo Sam quedamente, alcanzando cada sonido grave directamente
a lo más hondo de su ser—. Una vez hemos empezado desde
el principio, poquito a poco y eso, hay una cosa que llevo queriendo
hacer toda la semana.
Dean alzó
intrigado la ceja.
—¿El
qué?
Los ojos
de Sam se redujeron a lo más mínimo y movió tímidamente
la cabeza.
—Anhelaba
besar cada una de tus pecas.
—Yo
no tengo pecas —dijo Dean, como ausente. Una de las inmensas manos
de Sam desabotonaba cada escalón de su camisa y resultaba sorprendentemente
distrayente.
—Creo
que empezaban por aquí —dijo Sam dándole un tibio
beso debajo del ojo. Dean los entrecerró y ahogó una risa.
—Te
digo que no tengo pecas —insistía al ir bajando los labios
por el tabique de su nariz y encaminarse hacia su pómulo—,
es sólo que al broncearme sale así.
Sam alzó
la cabeza y le miró, y de pronto Dean se halló preguntándose
asombrado en qué momento había tomado su hermano pequeño
el asiento de conductor esta vez, y cuándo exactamente había
perdido él el control de la situación. Pero ahora la resuelta
mirada de Sam se fijó en el torso de Dean y prácticamente
le arrancó los lados de la camisa admirando embelesado la piel
expuesta de su hermano.
—Pecas
—dijo satisfecho, lanzando la boca sobre uno de sus hombros mientras
Dean se retorcía y trataba por todos los medios de no reírse
bajo el ataque.
—Sam
—dijo, zafándose al deslizar Sam los labios sobre su clavícula—.
¡Oye! —aulló al mordisquearle suavemente sus blancos
dientes—. Eso es tan… uf, oye, espera un segundo.
Sam encontró
con los labios uno de sus pezones y en un instante ya lo rozaba con
su lengua, húmeda y cálida, trazando un círculo
alrededor, Dean a punto de decirle que nunca jamás le había
puesto el que le tocaran los pezones, cuando Sam asaltó la puntita
rosa y empezó como a penetrarla.
Y para entonces
todo juicio en Dean estaba a punto de mandar a tomar viento su cabeza
conforme volteaba sus ojos y arqueaba la espalda sobre la cama.
—Dios
—alcanzó a decir mientras Sam soplaba delicadamente sobre
el hinchado pezón antes de centrar su atención al del
otro lado.
Entonces
Dean se empalmó, mucho más de lo que jamás pudo
recordar, revolviéndose incómodo por los confines de sus
pantalones y empujando irracionalmente hacia fuera bajo la presión
de Sam, que ahora estaba no sabía de qué modo plantificado
entre sus piernas.
Y no era
una simple boca, era la de Sam la que le estaba haciendo aquello,
no era sólo el calentón y tal erección, y la certeza
de que estaba apunto de correrse dentro de los pantalones por primera
vez desde que tenía catorce años.
Era la pura
e increíble intimidad que sentía con Sam atendiendo su
torso de semejante forma. Había tenido la lengua de Sam en su
boca, había acariciado el cuerpo de Sam y había estado
entre los delgados muslos de Sam y frotado ambos sus pollas una contra
otra hasta correrse juntos.
Y aún
así todo aquello semejaba insignificante frente a tal muestra
de amor, las extensas manos de Sam abarcando su torso, la camisa de
Dean apartada tras su cuello conforme su cuerpo se arqueaba descompuesto
sobre la cama. Los labios de Sam recorriéndole con delicadeza,
su lengua moviéndose rápidamente y acariciándole.
La propia erección de Sam correspondiendo a la necesidad que
sentía Dean mientras reculaba y empujaba hacia arriba mientras
Sam le succionaba fuerte.
Y entonces
Dean estaba haciéndolo, se estaba corriendo, sin que Sam le tocara
ahí siquiera, y fue eterno y tan íntimo, y Sam le besó
de nuevo, respirando dentro de su boca y susurrándole.
—Yo
te querré siempre.
—Chaval
—suspiró Dean largo rato después, cuando hubo recuperado
el aliento—. ¿Sabes lo incómodo que es correrte
en los calzoncillos?
Sam levantó
la cabeza y recorrió hacia abajo toda la longitud de su cuerpo
antes de elevar una ceja hacia Dean.
—Eso
parece.
—Tío,
¿tú también? —Dean se giró hacia su
lado y examinó a Sam echando a su lado, con el pecho agitado
subiendo y bajando rápidamente.
—La
verdad es que eso me hace sentir mejor.
—Está
bastante bien para ir poco a poco —dijo Sam pesaroso.
—Bueno,
prácticamente ha sido sólo magreo —apuntó
Dean—, y refregones. No es culpa nuestra que ese tipo de cosas
se nos vaya de las manos.
—Sí
—afirmó Sam—. ¿Crees que iremos avanzando
desde el frottage a más?
—¿Frottage?
—repitió Dean—, ¿eso no es un tipo de queso?
Sam se echo
a reír a carcajadas y Dean le golpeó en el brazo.
—Cállate
la bocate.
—Es
cuando te corres sólo rozándote contra otro, so ceporro
—dijo chuleando Sam, metiendo la mano bajo el dobladillo de su
camiseta para rascar ociosamente su vientre. Dean siguió sus
movimientos tratando de mantener la cabeza en la conversación.
—¿Qué
clase de cosas aprendiste en esa universidad, Sammy?
Sam puso
mirada de misterio, dejando los ojos seductores en una rendija y maldita
sea si no estaba funcionando y le estaba poniendo cachondo una vez más.
Lo que sólo le hizo acordarse de la humedad enfriándose
rápidamente dentro de sus calzoncillos.
—Necesito
quitarme todo esto.
—Sí.
Se quedaron
en sus respectivos lados de la cama, quitándose vaqueros y calzoncillos,
limpiándose los vientres y genitales pegajosos bajo la ropa interior.
Entonces se quedaron tal cual, mirándose el uno al otro.
—Aún
es raro —comentó Sam.
—Pftt
—soltó Dean, reculando de nuevo por la cama—, dímelo
a mí. Chaval, que no se te suba a la cabeza ni nada, pero nunca
me había corrido tan fuerte en toda mi vida.
—No es mi cabeza la que se está subiendo —dijo Sam
al unirse a él de nuevo en la cama y Dean sintió que se
le subían las cejas hasta casi tocarle el pelo.
—Colega
—soltó, sorprendido a su pesar—. Nunca antes te la
había visto dura.
Sam se palmeó
orgulloso y Dean recibió con un gruñido la visión
de la enorme mano de su hermano extendida en toda su envergadura.
—Medio
dura —fanfarroneó Sam y Dean trincó una almohada
y le dio con ella en toda la cara sólo por principios. Y entonces
empezaron a forcejear y reír tontamente como adolescentes y Dean
acabó sentado encima a horcajadas sobre Sam notando con claridad
las partes privadas de Sam de un modo totalmente nuevo al apretarse
contra él.
—Así
que a esto es a lo que te referías —dijo Dean satisfecho—.
De nuevo en lo alto, donde debo estar.
Sam se recostó
y puso los brazos detrás de la cabeza.
—Pues
ahora es tu turno de hacer todo el trabajo —invitó generoso.
Dean sonrió
con suficiencia ante la petulante expresión de Sam.
—Te
lo advierto, Sammy —dijo juguetón—, tengo años
de bisexualidad reprimida que recuperar.
La sonrisilla
de superioridad de Sam se convirtió en prisa exasperada.
—A
qué esperas.
A la oscuridad previa al anochecer la habitación estaba adornada
con las sombras de los números rojos del reloj digital y de la
farola de fuera entrando por las cortinas viejas. Los hermanos yacían
entrelazados, el colchón torcido por delante, las sábanas
enredadas en el suelo, el aire cargado de aroma a sexo.
—¿Y
qué pasa mañana? —dijo Sam adormilado, con la cabeza
sobre el hombro de Dean.
—Pues
que nos buscamos otro caso —dijo Dean con el brazo doblado, haciéndole
círculos, abstraído, en el pelo—, trincamos el coche
y volando, igual que siempre.
—¿Aún
estás asustado?
—Nah
—dijo Dean sin ser totalmente sincero—. Quiero decir, en
algún momento después de saltar de un precipicio, uno
llega a darse cuenta de lo que ha hecho, y ya no hay vuelta atrás.
—¿Te
he mencionado alguna vez que tu repertorio romántico necesita
renovación urgente? —dijo Sam exasperado—. En serio,
tío.
Dean le puso
una mueca.
—A
veces eres tan mari —se retorció dolorido al darle Sam
un mordisco en el bíceps—. No, de veras, Sammy. No tengo
ni idea de a dónde nos llevará el camino que hemos tomado.
Ni me preocupa. Siempre que sigamos juntos en él.
—¿A
donde quiera que nos lleve? —preguntó dulcemente Sam, y
Dean asintió, prometiéndolo.
—Donde
sea.
Sam suspiró
contento y reposó otra vez la cabeza.
—Es
suficiente para mí.
Fin
¡Coméntalo
aquí!
Continúa
en Tocado.
(1) N. del
T.: romper es como se llama a tirar el primero en billar; romper
el triángulo de bolas. Vuelve