El sonido no era fuerte pero tampoco necesitaba serlo. Harry estaba
tan en sintonía con cada gimoteo, con cada crujir de la cama,
que al instante estaba despierto, se sentaba y buscaba sus anteojos
en la mesa de noche. Moviéndose cautelosamente para no molestar
al otro ocupante de la espaciosa cama, se sentó a un lado
y deslizó sus pies dentro de las zapatillas. Poniéndose
de pie, pasó la mano por su espesa cabellera negra mientras
atravesaba la habitación.
El corredor estaba oscuro y helado, pero la puerta contigua a la
habitación principal estaba ligeramente abierta y una plateada
línea de luz formaba el dibujo de un pastel en la alfombra
del corredor. Tan silenciosamente como pudo, empujó la puerta
para abrirla y entró al país de las maravillas.
Las hadas pintadas retozaban sobre los verdes y ondulados campos,
revoloteando de flor en flor, haciendo piruetas a través
del brillante cielo azul que cubría las cuatro paredes. Los
dragones volaban en el techo, las criaturas por lo general feroces
se presentaban con ojos grandes, cálidos y con amplias y
desacostumbradas sonrisas. En un cerro lejano, un castillo mágico
estaba trazado contra el cielo, con estandartes rojos, dorados,
plateados y verdes, colocados sobre las torrecillas, moviéndose
con una suave brisa. Y detrás del castillo había un
campo de juegos mágico, con tres aros a cada extremo y pequeñas
figuras volando sobre escobas.
La alfombra parecía césped bien cuidado con margaritas.
Justo bajo la ventana, que quedaba cerrada durante la noche, se
encontraba la cuna que había sido primorosamente trabajada
para simular una cabina de tren. Acostado boca arriba en medio de
las sábanas había un niño pequeño con
un pijama azul; el cabello negro alborotado rodeaba su rostro, su
pequeña y respingada nariz estaba roja y se veía maltratada.
Estaba resfriado y, si Harry suponía bien, preparándose
para un buen lloriqueo.
—Ah, pequeñín, ¿no puedes dormir? —murmuró
mientras se acercaba. El bebé lo vio e inmediatamente comenzó
a gimotear, sus enormes ojos grises llenándose de lágrimas.
—No hagas eso. —Harry llegó junto a la cuna,
se inclinó para tomar al bebé en brazos y levantarlo
para ponerlo contra su pecho. El bebé sonó congestionado
y cuando inhaló hubo un suave ruido en su garganta. —Si
lloras harás que tu nariz se ponga peor. Shhhh, amor, ya
te tengo.
Las manitas se aferraron al suave algodón de la camisa de
Harry y apretaron fuerte, igual que se habían aferrado a
su corazón hacía siete meses y desde entonces no habían
soltado su agarre. Nunca hubiera imaginado que fuese posible amar
a alguien, o a algo, tanto como amaba a esa pequeña criatura,
pero allí estaba. Su sol salía y se ponía en
sus enormes ojos grises.
—Mipsy —dijo Harry suavemente, curvando su brazo bajo
el calido cuerpecillo y acunándolo de lado a lado.
Hubo
un suave ‘pop’ justo a su lado.
—¿Sí, amo Harry?
Harry observó alrededor y vio a la pequeña elfina
mirándolo a él, con sus inmensos ojos verdes.
—El
amo Jamie necesita poción descongestionante —dijo—.
¿Puedes ir a traerla?
—Por supuesto, señor.
La elfina se fue y regresó en el lapso de un latido de corazón,
el vial de poción rosada en su mano.
—Gracias
—dijo Harry, tomándolo de su mano. El bebé vio
el vial acercándose a su rostro y apartó la cabeza,
haciendo un puchero. —No, cariño, no hagas eso —dijo
Harry suavemente—. Hará que te sientas mejor. —Jamie
se retorció, apartando su rostro un poco más—.
James —dijo Harry, su voz un poco más seria, y el pequeño
lo miró por el rabillo del ojo—. Tienes que tomar la
poción ahora.
Al final, tuvo que meter el gotero en su boca y apretar la ampolleta;
el bebé se quejó y comenzó a llorar, pero tragó
la mayor parte de la poción. Harry le entregó a Mipsy
el vial vacío y colocó al bebé sobre su hombro.
—Dulce corderito —murmuró la elfina con compasión—.
No se está sintiendo muy bien, ¿verdad?
—Así es —dijo Harry, palmeando al bebé
en las nalgas y meciéndolo mientras lloraba—. Mipsy,
¿podrías traerme un biberón...?
—Ahora mismo, amo Harry. —Se fue y regresó con
la misma velocidad, que hacía que Harry se asombrara de su
eficiencia. Sostenía el biberón en su mano—.
¿Quiere que Mipsy le de el biberón al amo Jamie, señor?
Así usted puede volver a dormir.
—No, está bien, Mipsy —respondió Harry,
tomando el biberón cuando ella se lo alcanzó—,
me lo llevaré al salón y nos sentaremos cerca del
árbol. Tal vez así no molestemos mucho a Draco. Puedes
regresar a la cama.
—Está bien, señor. Buenas noches. —Y se
fue con otro suave estallido.
—Muy bien, hombrecito —murmuró Harry al bebé,
que todavía estaba inquieto, aunque un poco menos—.
Vamos abajo y dejemos que papi pueda dormir, ¿vale?
Salió de la habitación, su mejilla presionada contra
la del bebé, murmurándole cosas gentilmente mientras
pasaba por la oscura habitación principal y descendía
las escaleras.
Hubo un momento en su vida en que Harry había desesperado
de poder ser padre. Ginny se había enamorado de Neville y
esa parte de su vida había terminado. Luego había
tenido que reconocerse a sí mismo que no sólo era
el hecho de no querer casarse con Ginny, sino que él no quería
tener novia. Amaba a las mujeres que tenía en su vida, pero
más bien como hermanas, o madres. Aceptar su propia sexualidad
había sido el viaje más doloroso por el que había
tenido que pasar, principalmente porque tuvo que poner su ansia
de paternidad a un lado. O al menos eso había pensado.
Y entonces, se había reencontrado con su viejo rival de la
escuela y se había dado cuenta de que quien una vez había
sido la pesadilla de su existencia también era el amor de
su vida. Habían comenzado una tumultuosa pero apasionada
relación y durante largo tiempo, Harry creyó que,
aunque no podía tener hijos, si tenía el amor de este
magnífico hombre era suficiente. Y entonces su gran amor
lo dejó, de manera cruel, y Harry quedó destruido.
Tan devastado que estuvo fuera de Inglaterra los siguientes ocho
meses.
Había regresado sólo por la boda de Neville y Ginny,
había planeado estar en el país menos de una semana
y casi había estado preparado para presentar sus excusas
y retirarse de la recepción cuando Narcisa Malfoy había
aparecido.
Las siguientes horas habían sido las más surrealistas
en la vida de Harry.
Narcisa le dijo a Harry que Draco necesitaba su ayuda, pero no dio
muchas explicaciones. Cuando llegaron a la desgastada casa donde
habían sido reducidos a vivir, al principio había
estado horrorizado por lo enfermo que Draco se encontraba. Sin color,
muy pálido, mucho más delgado que la última
vez que lo había visto, acostado en un andrajoso sofá
respirando superficialmente mientras dormía, las líneas
de dolor y fatiga marcadas alrededor de su boca. En ese instante,
Harry había temido que estuviese muriendo. Entonces, su madre
lo había despertado y él se había erguido penosamente
hasta sentarse y Harry... lo había mirado fijamente.
Como poco, fue surrealista. Harry había sido criado por muggles:
los hombres no se quedaban embarazados, no tenían el equipamiento
necesario. Y aun así, sentado en ese desvencijado sofá,
estaba la prueba innegable de que nada era imposible en el mundo
mágico. Delgado como estaba, la inmensa e hinchada barriga
de Draco era testimonio silencioso de la verdad.
Gracias a un antiguo hechizo realizado sobre los descendientes Malfoy,
bajo ciertas circunstancias un hombre podía, de hecho, quedar
embarazado y tener un bebé.
Era necesaria
la magia para alimentar el embarazo y también sería
necesaria para parir el bebé, y todo esto se podría
hacer con el único objetivo de producir un heredero. Sin
siquiera saber que lo estaban haciendo, Harry y Draco habían
cumplido su parte, ambos habían deseado tener hijos con el
otro, aun cuando pensaban que era imposible.
El resultado
estaba actualmente aferrado al cuello de la camiseta de Harry mientras
llegaba al final de las escaleras y se dirigía a la oscura
y silenciosa sala.
A causa de las leyes que se habían promulgado al final de
la guerra, era ilegal que alguien que portara la Marca Tenebrosa
recibiese atención médica, por lo que Draco no había
tenido ningún tipo de cuidado prenatal. Para cuando Harry
se enteró del panorama, Draco estaba casi de parto y su cuerpo
carecía de lo necesario para parir al bebé. Narcisa
había buscado desesperadamente a Harry, ya que la otra alternativa
era que ambos, tanto el padre como el bebé, murieran.
Por supuesto que Harry no lo había permitido. A pesar de
lo surrealista de todo el asunto, lo fundamental era que lo había
sacudido hasta lo más profundo. Era su pequeño, movería
cielo y tierra con tal de tenerlo y que Draco sobreviviese.
No había
sido necesario realinear los planetas; el truco había estado
en redecorar la sala de emergencias con un estallido de magia no
intencional. El bebé había nacido mediante una cesárea
de emergencia y tanto el padre como el hijo se habían salvado.
Pero algo más se había salvado en esa increíble
noche. Draco había abandonado a Harry sólo por ahorrarle
la vergüenza de su... inusual... situación. Se había
convencido de que cualquier noticia sobre el embarazo sólo
destruiría irrevocablemente la reputación de Harry,
pero para Harry parecía que el universo le hubiese dado el
mayor de los regalos. Podía tener a Draco y podían
tener a su hijo. Para Harry aquello no era ninguna aberración,
era un milagro.
Atravesó el poco iluminado salón hacia la mecedora
de caoba, que estaba a un lado de un alto y oscuro árbol
de Navidad. Era casi la víspera de Navidad y habían
colocado el árbol el fin de semana anterior. Sabiendo que
el bebé estaba fascinado por él y pensando que quizás
ayudaría a distraerlo de lo mal que se sentía hasta
que la poción comenzara a hacer efecto, Harry se acercó
al árbol y buscó entre las gruesas ramas. Finalmente,
encontró lo que estaba buscando.
—Damas —dijo con suavidad—. Si no les importa,
necesito un favor.
Sentada cerca del tronco, un hada de cabello negro levantó
su cabeza de donde la tenía apoyada, entre sus brazos. Miró
a Harry y frunció el ceño levemente, pero entonces
vio al bebé e hizo un suave sonido susurrante, con sus alas
extendidas mientras revoloteaba hacia ellos. Jamie la vio y la irritabilidad
que le quedaba desapareció mientras la observaba maravillado.
Era una preciosa cosita minúscula y Harry sonrió.
—No se siente bien —dijo gentilmente—, me preguntaba
si no le importaría despertar a las demás y pedirles
que iluminen el árbol por un momento, sólo hasta que
se duerma de nuevo. Ustedes le gustan mucho... —Quedó
suspendida encima del rostro sorprendido del bebé, haciendo
amables sonidos; después asintió y aleteó de
regreso al árbol. Momentos después, estaba despertando
a las demás hadas y el árbol comenzó a brillar
suavemente.
—Tu primera conquista, James Arthur —murmuró
Harry, apoltronándose en la mecedora y acomodando a Jamie
en el hueco de sus brazos—: las hadas del árbol.
En realidad, Harry sabía perfectamente bien que la primera
conquista había sido él mismo. Sólo le había
bastado ver una vez el pequeño rostro, esa cabeza de indomable
cabello negro, y había caído enamorado. Y nada había
cambiado desde entonces. A veces, lo aterrorizaba la ferocidad con
la que amaba a su hijo, nunca había sentido nada parecido
al fuerte agarre que Jamie tenía en su corazón. Adoraba
a Draco, estaban juntos y eran más felices de lo que Harry
alguna vez imaginó que podían ser, pero había
algo profundamente singular en el amor que sentía por su
hijo.
Amaba tanto a su hijo, que hizo algo que una vez juró que
no haría: se había metido en política.
Las leyes que casi permitieron que Draco y Jamie murieran tenían
que ser cambiadas y sólo había una manera de hacerlo.
Harry era ahora uno de los miembros electos más jóvenes
de la historia del Wizengamot y muchos pensaban que estaba tomando
la vía rápida para convertirse algún día
en ministro. Pero a él no le interesaba eso, sólo
estaba interesado en cambiar la opinión pública lo
suficiente para que los viejos prejuicios y odios fuesen superados.
No había sido, y seguía sin ser, fácil. Ayudaba
su estatus de héroe de guerra, pero todavía quedaban
algunos magos y brujas, en su mayoría de la vieja escuela,
que pensaban que los mortífagos no merecían gozar
de ningún tipo de derechos, incluida la asistencia de emergencias
médicas. Y también había otros que creían
que Harry y Draco eran una aberración y que Jamie no debería
haber nacido.
Harry apretó sus brazos instintivamente alrededor de su hijo.
Al principio, habían recibido vociferadores, escupiendo odio
sobre el nacimiento de Jamie y la relación de Harry y Draco.
Eso ya había acabado, pero todavía quedaban quienes
los miraban con desaprobación y disgusto. En realidad, Harry
no estaba seguro de cuál era su problema. Para él,
aun cuando pensaba que la concepción y nacimiento de Jamie
habían sido un milagro, tampoco lo era más que magos
capaces de desaparecerse en un lugar y aparecer en otro, o convertir
una taza en un animal vivo. Había sido criado en un mundo
sin magia, todo era mágico para él. Así que
lo había sorprendido y consternado saber que aún entre
magos, había un tipo de magia que pudiese considerarse sospechosa.
Incluso había roto otra de sus normas más antiguas
y dado una entrevista a El Profeta cuando había comenzado
a circular un rumor sobre que Draco sólo había podido
tener este bebé a causa de un hechizo oscuro que quedó
tras Voldemort.
Harry miró hacia abajo, al rostro de su hijo, mientras éste
tomaba ruidosamente su biberón, y no pudo imaginar cómo
alguien podía verlo y suponer que era producto de algo oscuro.
Era hermoso y perfecto, y Harry haría todo lo que estuviese
en su poder para asegurarse de que creciese feliz, saludable y sabiendo
que era amado. Incluyendo obtener un cargo político y dar
entrevistas al condenado periódico.
Jamie
terminó su biberón y Harry lo puso a un lado antes
de levantar al bebé y colocarlo contra su hombro, palmeándolo
suavemente en su redondeada, sólida y pequeña espalda.
Después de un momento, eructó sonoramente.
—Bueno, eso ha sido un eructo muy masculino —rió
Harry, y Jamie respondió frotando su pequeña nariz
contra su hombro—. Lo sé, bebé —dijo,
con la mano posada sobre su espalda y haciendo calmantes círculos—,
lo sé. La poción hará efecto muy pronto, te
lo prometo.
El pequeño llevaba quisquilloso y afiebrado durante más
de dos días. Le había contagiado el catarro el hijo
menor de Ron y Hermione, el primero de su vida, y no estaba destacando
por ser un buen paciente. Pero claro, pensó Harry, con una
ligera sonrisa, en ese aspecto se parecía mucho a su otro
padre.
La recuperación de Draco después del nacimiento de
Jamie había sido larga y ardua. Como no había recibido
ningún control prenatal, la cesárea de emergencia
le había provocado una seria pérdida de sangre, había
sanado lentamente y todavía se cansaba más fácilmente
de lo que debería. Era por eso que Harry elegía el
turno de la noche con el bebé; Draco necesitaba dormir más,
a pesar de que discutía sobre eso enérgicamente. Estaba
bien, decía siempre. Como nunca. Harry solamente sonreía
y lo besaba en la frente mientras se quedaba dormido de nuevo, todavía
protestando que no estaba cansado.
Jamie empezó a inquietarse bastante y Harry se levantó
de la mecedora para caminar lentamente por la habitación.
El movimiento pareció calmarlo y Harry empezó a tararear
suavemente, haciendo una pausa durante un momento para mecerse de
un pie a otro, girando y repitiendo el patrón en la otra
dirección. No estaba seguro de lo que estaba tarareando;
pensó vagamente que era un villancico de Navidad y pareció
ser reafirmado cuado las hadas que todavía revoloteaban entre
las ramas del árbol comenzaron a acompañarlo con sus
voces suaves, agudas y puras. Siguió caminando de atrás
adelante y comenzó a menearse suavemente al ritmo de la hermosa
melodía. Parecía recordar vagamente las palabras.
Noche de paz, noche de amor, todo duerme alrededor…
Continuó tarareando y sintió cómo Jamie comenzaba
a relajarse entre sus brazos, cómo su cabeza se acomodaba
para descansar sobre su hombro. A pesar de eso, Harry continuó
moviéndose, cantando a susurros acompañado por las
hadas en el árbol.
No estaba seguro de cómo supo que ya no estaba solo en la
habitación. Supuso que de la misma manera que siempre lo
sabía. Había un... reconocimiento. Se giró
lentamente sobre sí, todavía moviéndose suavemente
al ritmo de la canción, y encontró a Draco de pie
en la entrada, con su bata blanca, los brazos cruzados sobre su
pecho y la cabeza apoyada contra el marco de la puerta. Los estaba
observando, con esos grandes ojos grises del mismo color de los
de su hijo.
—¿Qué
estás haciendo? —murmuró. Harry sonrió.
—Bailando
con Jamie —respondió, manteniendo su voz baja.
Una ligera sonrisa irónica curvó sus labios.
—Bueno,
entonces él te debe de estar llevando, porque ambos sabemos
que tú no sabes bailar. —La sonrisa de Harry fue cálida
ante la suave burla—. ¿Se encuentra bien?
Harry asintió.
—Está
bien. De hecho, creo... —Se inclinó hacia atrás
y miró hacia abajo. Los rosados labios de Jamie estaban apretados
pero sus ojos todavía estaban ligeramente abiertos. —No,
todavía no. —Palmeó la pequeña espalda,
sus ojos en el rostro de Draco—. Deberías volver a
la cama.
—No —respondió, moviéndose del marco y
acercándose a Harry. Se detuvo frente a ellos—. Creo
que prefiero bailar con mi esposo y mi hijo, si te parece bien a
ti.
Harry sonrió y extendió su otro brazo, curvándolo
alrededor de Draco y poniendo su delgado cuerpo junto a él.
Draco deslizó su brazo en torno a la cintura de Harry y apoyó
su cabeza en un hombro; la cabeza de Jamie permanecía en
el otro y los tres se balancearon suavemente a la luz del árbol,
acompañados por la encantadora canción.
Y en ese momento, Harry supo que no importaba lo que los demás
pensaran. Ésta era su realidad, su familia, su vida. Y era
perfecta.